Justicia algorítmica

José Wilmar Patiño Ballesteros

Hace pocas semanas, la Corte Constitucional dio algunas reglas para usar la inteligencia artificial (IA) en la justicia y advirtió que no puede sustituirse la racionalidad humana en la toma de decisiones judiciales. Es decir, dejó claro que interpretar los hechos, valorar las pruebas y adoptar determinaciones solo corresponde al juez.

Se trata de uno de los primeros pronunciamientos en la región sobre un cambio tecnológico que se instala vertiginosamente en las actividades humanas y que se ha recibido con entusiasmo hasta en la misma administración de justicia. (Lea: Se presume inocente: cuando la serie es mejor que la película)

Ahora, intentemos avanzar al año 2028 y pensemos en una sociedad que votará un referendo que, de aprobarse, remplazaría a los jueces humanos y entregaría el juzgamiento de sus ciudadanos a la IA.

Ese es el planteamiento de la película Justicia artificial, producción española dirigida por Simón Casal, que explora los dilemas de la eventual implantación de un sistema de IA en un poder público.

Si bien es una película de suspenso, plantea interesantes inquietudes sobre el Estado y su relación con la tecnología, el principal en este caso es si decisiones relacionadas con la libertad de las personas podrían ser tomadas por desarrollos digitales. (Lea: Anatomía de un juicio)

En la producción abundan elementos para un debate que se puede estar dando en cualquier país, lo primero es el señalamiento de que las formas y procedimientos de la justicia son tradicionales y obsoletos desde el punto de vista del avance de la tecnología, y especialmente ineficientes, inundados de expedientes en papel y con bajo índice de evacuación de procesos; en contraste, el sistema desarrollado por la compañía juzga con tal velocidad que la sentencia está lista antes de que un juez humano la emita.  (Lea: Justicia a golpe de espada)

Obviamente, hay una empresa afanada por implantar la IA en ese poder público y cerrar el contrato, pero las organizaciones de jueces defienden su labor y, por otro lado, el Gobierno está interesado en que se apruebe su política de modernización. (Lea: Perry Mason para una época oscura)

En ese escenario aparece Carmen, una jueza respetada que deberá validar si la IA puede hacer su trabajo, y se convertirá con sus dudas en una pieza clave para definir si un poder criticado por corporativista y politizado debe ser entregado al sector privado, más interesado en el lucro, para ejercer funciones públicas. (Lea: WeCrashed y el emprendimiento salvaje)

Hasta ahí la puesta en escena, pero como dije, surgen interesantes preguntas en el desarrollo de este filme, como ¿a quién debe pertenecer el algoritmo de un poder público cuando los privados dicen que es un secreto industrial? ¿Si el algoritmo se basa en precedentes, cómo desde la jurisprudencia se garantiza una justicia adaptable a los cambios sociales? ¿Qué tan cierto es que se pueden eliminar los prejuicios con un juez-máquina? (Lea: Derecho sucesoral)

Aunque no lo desarrolla la producción, también vale la pena preguntarse si la ciudadanía está preparada para semejante consulta de entregar un poder estatal a la tecnología. (Lea: Juicio a la posverdad)

En lo inmediato, seguramente la IA se implantará para tareas cotidianas, si se quiere, secretariales y de apoyo a los despachos, algo que ayudará a una rama que siempre está pidiendo más recursos para su labor, pero las características humanas para decidir lo que es justo no podrán ser remplazadas por el algoritmo… por ahora. Producciones como Justicia artificial entran con valor al debate sobre un futuro diferente para la humanidad. (Lea: Jury Duty o cómo reírse de la justicia)

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