12 de Diciembre de 2024 /
Actualizado hace 13 hours | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

La política de ciberseguridad urbana

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Diego Eduardo López Medina
Profesor Facultad de Derecho Universidad de los Andes

diegolopezmedina@hotmail.com

La seguridad ciudadana fue uno de los principales tópicos de las pasadas elecciones. Electores y candidatos en Bogotá y en las otras ciudades principales del país centraron sus discursos en la necesidad de recuperar la seguridad urbana que se ha perdido, dicen alarmados, en manos de una creciente criminalidad bifurcada en dos clases: de un lado, delitos difusos de oportunidad y bagatela y, del otro, la actividad organizada y de alto impacto de los muchos “combos” que ejercen control territorial y poblacional en diferentes zonas urbanas y rurales.

Frente a este panorama, los candidatos hablaban de estrategias y de “soluciones” con la sabida diferencia entre sensibilidades de derecha e izquierda. El discurso de la seguridad de la derecha (por ejemplo, Molano, en Bogotá) empieza hablando de la necesidad de recuperar la autoridad y frenar “al hampa” con medidas robustas de “judicialización” y de “sometimiento” de todos los criminales (ocasionales u organizados) mediante la expansión de la capacidad de respuesta represiva y sancionatoria del Estado.

La izquierda, de otro lado, insiste en la necesidad de desplegar políticas más “integrales”: todo problema de seguridad debe ser abordado, es cierto, con la reacción punitiva del Estado, pero esta debe estar siempre precedida o complementada por una política social que brinde empleo, educación y, en general, “oportunidades” a las personas para que no conviertan la criminalidad en un modus vivendi alternativo. Para el candidato Robledo, en Bogotá, la cuestión sería cómo mantener a los “ni-nis” (los que ni estudian ni trabajan por falta de oportunidades) en el “lado correcto” de la sociedad.

En todas partes, sin embargo, los candidatos de derecha e izquierda parecían tener un gran acuerdo en políticas de seguridad: el componente de refuerzo a la seguridad represiva (la que se mueve en el circuito de delito-detección-captura-pena) debe darse mediante estrategias de ciberseguridad y cibervigilancia. Bolívar, en Bogotá, proponía 10.000 (¡no, mejor 100.000!, dijo en el debate de RCN) cámaras de vigilancia en Bogotá que permitieran captar imágenes de la comisión de delitos y permitieran la individualización de responsables mediante, entre otras, técnicas de reconocimiento facial. Estas técnicas, además, permiten lanzar alertas tempranas a los organismos de policía.

El diagnóstico común, pues, es que el país y las ciudades estaban “muy atrasadas” en la implementación de la cibervigilancia y que estas medidas parecen ser nuestra mejor (y quizás única apuesta) para resolver el creciente desbalance entre las fuerzas del orden (que es difícil entrenarlas, retenerlas y conservarlas en “el lado correcto”: en Bogotá, por ejemplo, se retiran cada año más policías que los que entran a la fuerza) y una creciente criminalidad globalizada en la multiplicación global de esquemas de extracción de rentas ilegales (combos, mafias, la ‘Ndragheta, etc.).

Y atención con esto: la extracción de rentas mediante “chantajes estructurales” en entornos urbanos (protection rackets sería el nombre criminológico genérico de expresiones locales: la “mafia” en EE UU, las “vacunas” que aplican los “combos” en Colombia, el “derecho de piso” en México) ya no parece ser una anormalidad de la vida urbana, sino un dato estructural de la gobernanza local. Pandillas, mafias y empresarios del chantaje son ya, al parecer, una constante social. Esta convivencia entre Estado y chantaje local ha venido asentándose y consolidándose en Colombia, pero también en muchas otras partes del mundo, incluso donde ello no parecía posible: en Netflix puede verse la serie Pandilleros de Oslo, que se inspira, en todo caso, en dinámicas sociales también presentes en la ensoñada Escandinavia, ejemplo perenne de las virtudes prosociales.

La “mafia” es hoy un método empresarial conocido y reproducible, bien mediante la extensión de operaciones de grupos (el cártel de Sinaloa, por ejemplo, está en fase de expansión global) o mediante la copia y adaptación local. Los investigadores Juan Moncada y Carolina Lopera, de la Universidad de Antioquia, han hecho una juiciosa compilación de cerca de 30 formas de extracción de rentas en las comunas de Medellín. Solo una, por ahora: si los tenderos no pagan la “colaboración”, el combo “deja en consignación” productos (arepas o chorizos, por ejemplo) cuyos réditos serán cobrados la otra semana. Se le pide al tendero que sea particularmente acucioso con la venta de los productos consignados, porque de lo contrario…

La presencia de los combos en los barrios genera nuevas realidades. Los habitantes tienen relaciones complejas y ambivalentes con estas formas de “criminalidad” que no siempre reconocen como tal. Rechazan su violencia y sus excesos, pero también tienen formas de tolerancia y aceptación que aumentan en la medida en que los “muchachos” ofrecen también servicios deseados por la comunidad y crean, a su manera, vínculos de solidaridad. Lo que es “chantaje” desde afuera pierde “definición” desde adentro, especialmente si el Estado no llega o tiene alguna connivencia con las dinámicas barriales (como, en efecto, ocurre).

A pesar del nuevo, y quizás transitorio, consenso entre izquierda y derecha, la ciberseguridad no es la varita mágica inmediata para la solución de estos problemas. Estamos retrasados, no tanto en su implementación, sino en la reflexión social y normativa sobre cómo, para qué y con qué límites vamos a hacer ciberseguridad en la Colombia urbana. La actual campaña se centró mucho en el mito, pero no en sus problemas. Hablaré de ello en la próxima columna.

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