Columnistas
Gracias profesores Alexy y Elster por la aclaración
Javier Tamayo Jaramillo Exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia y tratadista
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Recientemente visitó a Colombia una pléyade de filósofos del Derecho, entre los cuales sobresalía el profesor Robert Alexy, reconocido antipositivista. En entrevista con el diario El Tiempo, el filósofo formuló una serie de afirmaciones que no pueden pasar desapercibidas por el significado que tienen frente a la doctrina y la jurisprudencia colombianas.
En efecto, desde hace años vengo alegando el carácter antidemocrático de las doctrinas y fallos que, con el pretexto de aplicar el principio de que Colombia es un Estado social de derecho, sostienen que la Corte Constitucional puede dejar de lado normas constitucionales absolutamente claras y así deseadas por la Asamblea Constituyente de 1991. Basada en ese criterio, la Corte desconoce por completo el artículo 230, que establece que la jurisprudencia es solo criterio auxiliar del juez, así como el artículo 378, que permite al pueblo citar a un referendo para reformar la Constitución. Mi posición se basa en el hecho de que tal activismo judicial atenta contra el principio de legalidad, la división de poderes y el pluralismo democrático. Habitualmente, mis contradictores tienen como sus juristas de cabecera a Alexy, Kennedy y Dworkin.
Es evidente que, bien leídos, todos estos autores adoptan la misma posición que yo en cuanto al respeto por el Constituyente y las normas de mayor jerarquía, sin perjuicio de acudir a los métodos de interpretación conocidos, pero sin cambiarlos o desconocerlos, so pretexto de realizar un valor constitucional. Veamos:
En el citado diario (p. 23 del miércoles 26 de octubre), Alexy afirma algo que en boca de un neoconstitucionalista colombiano daría lugar al destierro por “reaccionario”. Expresa el filósofo alemán: “Tanto el aborto como las relaciones homosexuales son cuestiones que tienen que decidir las masas, por medio del legislativo. Es un asunto de ley, es el pueblo, el que debe encontrar la solución adecuada, pero con un tratamiento correcto a los derechos implicados”.
En varias columnas publicadas en este periódico he defendido esta posición, respetuosa del legislador y del constituyente primario, dada la claridad de los textos constitucionales colombianos. Pero lo que deseo destacar ahora no es el argumento de Alexy en relación con el aborto y con el matrimonio gay, sino su respeto por los textos constitucionales y por el pueblo representado en el legislador. Por lo demás, toda la obra de Alexy está impregnada de una gran reverencia al discurso jurídico, es decir, al derecho positivo vigente como límite a la teoría de la argumentación.
Y no es que Alexy esté senil, o se trate de una equivocación del traductor. Al mismo congreso asistió el filósofo realista noruego, Jon Elster. Entrevistado por Ámbito Jurídico en la edición 334 (p. 19), fue interrogado sobre el rol que deben jugar los tribunales constitucionales cuando existe una Carta Política mal diseñada, como la colombiana, expuesta a fáciles y permanentes modificaciones. Expresó el señor Elster: “Su papel –el de los tribunales constitucionales– consiste en vigilar la integridad de los compromisos previos plasmados en la Carta Política. Como la Constitución colombiana les da un espacio importante a los derechos fundamentales, la tarea de la Corte ha consistido en desentrañar su contenido. Eso es muy difícil, porque la abstracción de esos derechos abre espacio a la arbitrariedad. Yo preferiría que el Congreso asumiera esa función”.
Obsérvese cómo otro filósofo de avanzada y defensor del Estado social de derecho exige que los tribunales constitucionales, incluida nuestra Corte, respeten la Carta Política y el poder del legislador para reformar los textos normativos.
Para abundar en el tema cito a Duncan Kennedy, capo de la Escuela de Estudios Críticos del Derecho y activista judicial declarado, quien al analizar las fronteras del activismo de los jueces concluye que, a veces, el derecho vigente no le da el margen de maniobra para tomar la decisión a la que él quisiera llegar si fuera juez. Al respecto afirma: “Siendo como soy, un juez liberal que quiere reformar el derecho después de estudiar las distintas normas legales que creo pueden regir sobre la obstrucción de la vía, llego a la conclusión de que todo el mundo estaría de acuerdo en que el patrón tiene el derecho a que se expida una orden judicial tal y conforme entendemos las normas hoy por hoy, y que cambiar dicha norma sería un acto inconstitucional. De ser así no me va a quedar fácil decidir cómo ayudar a los trabajadores” (Libertad y restricción judicial, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1999, p. 217).
Y para abundar en apoyo de la tesis del respeto por el derecho vigente, puedo afirmar que, así parezca imposible, en el mismo sentido se pronuncia Dworkin en su obra El imperio de la justicia (Gedisa, Barcelona, p. 283).
Después de leer a los cuatro autores citados, considero que se puede proponer una clasificación diferente del neoconstitucionalismo. De un lado, el democrático, que respeta y se somete al Estado social de derecho, incluido el principio de legalidad; y del otro, el decisionista, desconfiado de la división de poderes, al que poco le importa dejar de lado los textos legales y constitucionales si de encontrar la solución que al juez le parece justa se trata. En el primero, al que adhiero, se hallan Dworkin, Alexy, Elster, Kennedy y Habermas, entre muchos otros. Es decir, los que nos han puesto como estandartes de la segunda corriente creacionista e ilimitada que hoy reina en Colombia.
Para concluir, pido a los defensores del nuevo derecho y del neoconstitucionalismo imperante en Colombia que, por favor, no sigan utilizando a estos autores como escudos contra los que luchamos frente al decisionismo incontrolado; a los que defienden a los autores citados aun sin haberlos leído, que se den a la tarea de hacerlo; y a quienes sí lo han hecho, que no los citen fuera de contexto. Por el contrario, merecen ser interpretados fielmente, sin adjudicarles posturas ajenas.
Solo así podremos, al fin, aclarar las premisas para un verdadero debate.
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