25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

El arte de no decir

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Nicolás Parra Herrera

Esta columna se parece a una de esas muñecas rusas que están una dentro de la otra. Hace unos días leí una reseña en The New York Times titulada El arte de debatir, persuadir, y hablar en público, sobre dos libros acerca de cómo persuadir a los demás y cómo hablar sobre justicia, identidad y otras conversaciones difíciles. Uno de los libros, según la reseña, nos ofrece las herramientas para ganar cualquier discusión y acabar argumentativamente con nuestro interlocutor (Win Every Argument). El otro, en cambio, nos prepara en un mundo donde confluyen varias identidades para tener “mejores” conversaciones utilizando la curiosidad, la resiliencia, el desacuerdo respetuoso y otros principios de conversación (Say the Right Thing). El primero lo escribe Mehdi Hasan, director de un programa de debate y noticias; el otro lo escriben dos profesores de Derecho de New York University, Kenji Yoshino y David Glasgow, quienes afirman que estas conversaciones difíciles son espacios de exclusión a los que el Derecho no llega por el contexto acotado en el que se presentan. Estos libros ilustran dos temperamentos conversacionales: uno para destruir al otro y ganar; el otro para expresar una identidad marginalizada y pertenecer. Ambos se inscriben en lo que se puede acuñar como el “arte de decir”, de expresarnos mejor para influir a, o coexistir con, otros. Primera muñeca rusa.

Jennifer Szalai, la autora de la reseña, inició su texto con otro choque temperamental ya no frente al arte de decir, sino en relación con el arte de leer. Este es el arte de abordar textos para mejorar nuestra forma de interactuar con el mundo y con otros. Szalai argumenta, haciendo referencia a un ensayo de Eve Kosofsky Sedgwick, que hay dos formas de leer: la paranoica, que escanea el horizonte para identificar amenazas a nuestra existencia, o la reparadora, que genera receptividad y apertura a lo que se nos desvela. Al igual que los temperamentos conversacionales, en el arte de la lectura, una tendencia aplasta y rechaza y la otra abraza e invita. Otra muñeca rusa.

En el texto de Eve Kosofsky Sedgwick, se hace alusión a Paul Ricouer y otro choque temperamental, esta vez, en el arte de interpretar entre la hermenéutica que recupera el sentido de las cosas y la hermenéutica de la sospecha que lo cuestiona. El primer tipo de interpretación afirma que es posible encontrar o develar el significado de aquello que nos puede parecer incomprensible en un primer momento, pero que se vuelve familiar luego de ser interpretado. El segundo tipo consiste en cuestionar lo que parece obvio, evidente y normal y volverlo extraño y ajeno. El arte de interpretar tiene también dos pulsiones: familiarizarnos con lo ajeno o extrañarnos con lo familiar. Aquí también hay una tendencia por el reposo y la fijación del significado y la otra por la duda y la desestabilización de lo que creemos firmemente. Tercera muñeca.

Estas tensiones en el arte del decir, de la lectura y de la interpretación sugieren un conflicto más fundamental y transversal, quizás exacerbado en el mundo contemporáneo de querer decirlo todo siempre y es la tensión entre el arte de decir y el arte de no decir. El arte de decir nos lleva a creer que para todo debemos tener una respuesta, una idea novedosa, una opinión. Es la pulsión de expresarnos para existir en un espacio o trascender a nuestra finitud. El arte de no decir, menos practicado en nuestros tiempos, es difícil de cultivar y tiene por lo menos dos manifestaciones. Es una actitud de escucha y receptividad frente a lo que nos pasa y es una ética de la espera, de la interrupción, de no reaccionar ni expresarnos: la mudez contemplativa. Última muñeca.

El arte de no decir nos lleva a reconocer que también en el silencio derrotado ante la esquiva extrañeza del mundo, hay algo valioso para conservar, una moneda ya en desuso en el templo de la productividad, la automatización inteligente y la autocomplacencia: un callado grito, un murmuro de adentro, quizás, que nos insiste que con la existencia contemplativa basta. En lugar de abrir las muñecas para pulir las artes que nos llevan a darle significado al mundo e imponer nuestra voluntad sobre él, podemos verlas sin destaparlas. Al fin y al cabo, si seguimos abriendo las muñecas solo encontraremos la repetición y el vacío.

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