‘Lo que no fue dicho’
Juan Martín Fierro
Fui uno de esos bachilleres colombianos que entró a la universidad con ganas de cambiar el mundo después de leer Elogio de la dificultad, de Estanislao Zuleta, un pensador autodidacta y lector descomunal, de memoria asombrosa, que se volvió mito entre los sesenta y los ochenta por sus conferencias sobre psicoanálisis, marxismo, filosofía y literatura. Zuleta murió hace más de 30 años y se fue a no sé dónde, quedándose de muchas formas. Su hijo José, poeta y escritor, acaba de ganarse el Premio Nacional de Novela otorgado por el Ministerio de Cultura con Lo que no fue dicho, una obra que sigue cosechando elogios y lectores tras su publicación.
Se trata de un libro extraordinario por varias razones: una, que está escrito desde la gratitud y no desde el rencor. Nos ofrece la voz de un hijo que no juzga a sus padres ausentes. Un hijo que de niño va haciéndose hombre; dos, tiene la virtud de ser abiertamente autobiográfico sin perder por ello su esencia de obra de ficción; tres, nos deleita con una prosa sencilla y a la vez poética (para nada empalagosa) que alcanza su mejor forma a partir de la segunda parte. ¡Cómo escribe este señor! Por último, celebro el coraje de un autor que es sujeto y objeto en la historia que narra: para escindirse de sí y para atar, de alguna forma, los cabos sueltos de su vida. No es un diario, ni un libro de poesía, ni de autoayuda, ni una diatriba, ni una tragicomedia, y al mismo tiempo lo es.
A los 15 años, y con una determinación asombrosa, José Zuleta deja su hogar para buscarse la vida. Quiere ver el mundo, constatarlo con su propia sensibilidad. Su abuela paterna, Margarita Velásquez, a quien dedica la novela, le ha enseñado que en lo cotidiano existe otra manera de ser sabio y feliz, muy diferente a la de su padre. “Ten el valor de no ser trascendental”, le dijo una vez. Y así es que parte José, ligero de equipaje, con apenas una tula pequeña, tres mudas de ropa, cinco libros y un tablero de ajedrez. No se gradúa de nada, pero empieza a escribir un diario y hasta lo intenta como publicista. Es ayudante de imprenta, criador de conejos y mensajero de droguería. Frecuenta clubes de lectura y se entrega al dios de la poesía. Abraza la noche caleña y durante nueve meses decide vivir en Mulatos, una isla del Pacífico colombiano. ¿Cómo puede alguien tan desarraigado estar tan presente en el mundo?, me preguntaba yo, leyéndolo.
Porque para él no debió ser nada fácil crecer a la sombra de un figurón intelectual como Estanislao Zuleta; ni sobrellevar el hueco que dejó su madre, la periodista María del Rosario Ortiz, quien desapareció de su vida entre los tres y los veintisiete años. De cierta forma, es como si el libro se ocupara de contarle a ella lo que no fue dicho en todo ese tiempo; lo que nunca llegó a saber de ese hijo al que buscó ya muy cerca de la muerte, entre la premura del fin y las nieblas de la memoria.
“Sabemos en el fondo que el amor y la imagen de nuestros padres son ficciones que construimos olvidando, eludiendo”, dice Rafael, uno de los personajes. Sabemos también que, a diferencia de los amigos y las parejas, no elegimos a nuestros padres. ¿Podemos llegar a ser sin ellos? Podemos. Incluso debemos. Y es por eso que agradecemos a José el haber escrito esta preciosa novela.
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