24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

A Capela

Apegos feroces

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Juan Martín Fierro

Escritor y abogado

www.juanmartinfierro.com

Llegar tarde a los libros célebres no debería ser un defecto, sino una virtud. Me gusta creer que cuando ya han sido devorados por el vaivén del consumo rápido que impone siempre una novedad literaria en reemplazo de otra, hay un secreto distanciamiento que hace más disfrutable el egoísmo de la lectura.

Acaba de pasarme con Apegos feroces, quizás el libro más conocido de Vivian Gornick, que llegó a mis manos por recomendación de José Zuleta Ortiz, cuya novela Lo que no fue dicho, comenté en una columna anterior. Gornick (1935) no solo es aclamada por su obra ensayística, que incluye textos críticos, periodísticos y de memorias, sino por ser una de las voces más vigorosas del feminismo radical estadounidense de comienzos de los setenta, cuando se vinculó al reconocido semanario neoyorquino The Village Voice.

Cuando le pregunté por libros que lo hubieran marcado en cuanto al tema recurrente y nunca agotado de las relaciones entre padres e hijos en la literatura, Zuleta habló de Apegos feroces, publicado en 1987. Recientemente, leí dos novelas de escritores colombianos que van en esa misma línea: Gloria, de Andrés Felipe Solano, y La encomienda, de Margarita García Robayo, ambos libros extraordinarios. En una charla con Solano, me refirió también los relatos de Lucia Berlin, en los que la figura materna suele ocupar un deshonroso lugar central.

En las primeras páginas de Apegos feroces se lee lo siguiente: “La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora”. Mientras camina con esa madre por las calles de Nueva York, Gornick va desmadejando –en medio de una tensión dialogada– episodios de su niñez en el Bronx, donde nació y se crio; su adolescencia, el salto al mundo académico, las relaciones con los hombres, la sexualidad.

“Yo tenía diecisiete años y ella, cincuenta. Yo aún no había madurado como discutidora digna de tener en cuenta, pero me hacía respetar como contendiente y ella, naturalmente, le daba mil vueltas a cualquiera. Las reglas estaban puestas, y ninguna decepcionaba a la otra. Cada una picaba constantemente en el cebo que la otra le ponía delante. Nuestras broncas hacían saltar la pintura de las paredes, resquebrajarse el linóleo del suelo y temblar los cristales de las ventanas. Llegábamos casi a las manos y más de una vez nos acercamos a la catástrofe”, escribe magistralmente Gornick, más adelante.

El conflicto madre-hija va en aumento y algo morboso me empuja a seguir leyendo. Son dos mujeres que de tanto agredirse se van ablandando mutuamente ante la amenaza de la pérdida. Solo se tienen a sí mismas. Sin la fuerza de ese apego todo se derrumba. Gornick entreteje la violenta y delicada filigrana del desencuentro, la soledad, la búsqueda de sentido. La honestidad de su escritura enriquece el relato a partir de reflexiones, descripciones y diálogos transparentes.

Los vínculos familiares son impuestos e irrenunciables y por lo mismo pueden llegar a ser tormentosos. Lo fascinante de libros como Apegos feroces es que nos recuerdan que, sin importar cuántos años pasen, seguimos caminando el rol de padres e hijos con los mismos temores e inseguridades de los aprendices. Y que el conflicto, inevitablemente, hace parte de esa dinámica. 

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