Mirada Global
Por qué Chile no debe ceder ante los violentos
Daniel Raisbeck
En los últimos días, varios autores han refutado la absurda tesis de que el estallido de la violencia organizada en Chile es una señal del fracaso del modelo económico de dicho país. Entre otros, Ian Vásquez, del Cato Institute; Axel Kaiser, de la Fundación para el Progreso, y Andrés Oppenheimer, del Miami Herald, nos han recordado de lo que el economista Milton Friedman llamó “el milagro chileno”: la ejemplar manera en que la libertad económica creó las condiciones para la libertad política y la prosperidad general.
Chile, de hecho, es el país líder en la región en las categorías de los ingresos per cápita, la reducción de la pobreza, la movilidad social y el acceso a la educación superior. El país, inclusive, ha reducido de manera significante la desigualdad, factor cuya importancia es ampliamente exagerada. Si Chile logró reducir la inopia de un nivel cercano al 50 % de la población en 1975 a uno del 8 % en la actualidad, ¿es realmente pertinente que una minoría se haya enriquecido en el proceso? Sin duda, la floquinaucinihilpilificación debe ser la respuesta acertada.
Ninguno de los logros de Chile hubiera sido posible sin un crecimiento económico sobresaliente, constante y digno de emulación. El pasado abril, el diario chileno El Mercurio reportó que, según el Fondo Monetario Internacional, el producto interno bruto per cápita (ajustado por paridad de poder de compra) chileno superaría el nivel de 30.000 dólares estadounidenses en el 2022. Por tanto, el país no solo superaría al resto de Latinoamérica (con la excepción de una emergente Panamá), sino que se estaría acercando a los niveles de riqueza “que hoy presentan países europeos como Portugal o Grecia”.
Uno podría asumir que los chilenos celebrarían el estar ad portas de niveles europeos de bienestar, pero eso pasa por alto un rasgo fundamental de la naturaleza humana. Como bien sabía el filósofo romano Séneca el Joven, la riqueza por sí sola no trae satisfacción ni tranquilidad, pero sí puede provocar esperanzas y anhelos injustificados.
Los tecnócratas contemporáneos han notado este fenómeno en las economías emergentes exitosas y se han referido a una nueva brecha no entre ricos y pobres, sino entre las crecientes expectativas que surgen con mayor prosperidad y una realidad que no las satisface tan rápidamente como muchos desean.
Según Oppenheimer, Chile experimenta “una revuelta de primer mundo” -semejante “a las de los ‘indignados’ en España o las de los ‘chalecos amarillos’ en Francia”-, porque “una creciente clase media (…) exige beneficiarse más del éxito económico de su país”.
Una cosa, sin embargo, es la frustración -en muchos casos legítima- de una ciudadanía insegura ante el porvenir, ansiosa por sus finanzas y endeudada por diversas razones, una de ellas siendo el mantener un nivel de consumo innecesario, pero considerado apropiado para cumplir con las ascendientes expectativas materiales de una sociedad próspera. Otra muy diferente es la organización profesional de ataques terroristas, premeditados y coordinados contra la red chilena de infraestructura, la destrucción de 80 estaciones de metro de Santiago, al igual que numerosos peajes, la incineración de grandes superficies comerciales y la resultante parálisis de una moderna ciudad capital.
Oppenheimer, Vásquez y la Organización de Estados Americanos les asignan un rol prominente a las dictaduras socialistas de Cuba y Venezuela -si es que no son una sola- en la incitación de la violencia organizada en Chile. En Ecuador, el presidente Lenín Moreno también ha culpado a Caracas y a La Habana de fomentar los actos violentos perpetrados en su país.
Lejos de refutar dicha tesis, los capataces de la Revolución Bolivariana la han robustecido con sus incendiarias declaraciones. A raíz de los disturbios en Chile, Nicolás Maduro aseguró que el plan elaborado en la última reunión del Foro de Sao Paulo, una congregación de partidos latinoamericanos de extrema izquierda, se está ejecutando al pie de la letra. Por su parte, Diosdado Cabello describió la barbarie que sufre Chile como el resultado de las “brisas bolivarianas”, y amenazó con que pronto dichas ráfagas se sentirán en Brasil y en Colombia.
Quien supone que los mandamases de Cuba y Venezuela no pueden tener mayor influencia en el exterior si no logran alimentar apropiadamente a sus súbditos comete un gran error y malinterpreta la naturaleza de dichos regímenes. Como ha escrito Luis Henrique Ball, director del Pan Am Post, el hambre, la escasez y la penuria no son resultados inesperados del comunismo, sino sus objetivos. Entre más débil, desnutrida y postrada esté la población, más fácil es para los déspotas oprimirla y controlarla.
Desde el éxodo de Mariel hasta el reciente tsunami migratorio venezolano, las dictaduras comunistas han exportado su miseria deliberadamente para desestabilizar a los países cercanos. Hoy, su estrategia consiste en apuntar hacia Chile, una democracia próspera y ejemplar, para desviar la atención del irremediable daño que han asestado a sus pueblos.
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