Penas que dan pena
Juan Manuel Camargo G.
El primer capítulo del libro Vigilar y castigar (Surveiller et Punir: Naissance de la prison), de Michel Foucault, es difícil de soportar. Describe, con demasiado detalle, la ejecución de Robert François Damiens, un hombre que trató de asesinar a Luis XV. Aunque solo le produjo una leve herida, fue torturado con una sevicia que yo catalogaría de inimaginable, si no fuera porque alguien realmente la imaginó y la puso en práctica.
Foucault usa ese ejemplo para ilustrar varias aberraciones de los sistemas criminales antiguos: la ausencia de un sistema preexistente de penas, que daba pie para que cada juez inventara sus castigos (de modo que uno podía caer a merced de verdaderos sicópatas); la ejecución concebida como un espectáculo público, destinado a amedrentar y disuadir; el castigo centrado en el cuerpo y el dolor, todo ello enmarcado en una aplicación arbitraria de la justicia, que exoneraba a los poderosos y se cebaba en los más débiles. Arsenal de horrores, lo llama Foucault.
Más o menos en el siglo XVIII, ocurrió una revolución en el derecho penal. Se abolió la tortura y se impuso la tesis de que las penas debían ser, no solo preexistentes al delito, sino también proporcionales al mismo. La proporcionalidad de la pena fue un imperativo del siglo de las luces, porque era una frontera legítima al poder de castigar (sigo acá las palabras de Foucault). Eso marcó el fin del derecho ilimitado del soberano a vengarse. La justicia no sería más un acto de venganza; sería un acto de defensa de la sociedad.
“El principio de moderación en el castigo (…) es articulado primero como un discurso del corazón”, escribió Foucault. Sin embargo, pronto ese principio se transformó en una especie de cálculo. ¿Qué factores debían contar para medir la proporción entre castigo y pena? Históricamente, la prisión no había sido considerada una pena en sí misma, sino una especie de medida cautelar: el aseguramiento del sospechoso, en espera de la condena y la verdadera sanción. Hubo un tiempo en el que los filósofos especularon sobre distintas (y curiosas) formas de sanción, en función de la naturaleza de cada delito. La pena de prisión se impuso por una razón elemental: porque es fácilmente dosificable. Los peores crímenes son castigados con el mayor número de años de reclusión. Los crímenes más leves reciben el mismo castigo, pero por menos años. Como la diferenciación es cuantitativa y no cualitativa, es más sencilla.
Hace poco, un juez en Colombia condenó a un hombre a cuatro años de prisión por quedarse con 320.000 pesos de IVA. “Robar es robar”, dirán varios”. Y, sí, robar es un delito y el que robe debe ser condenado como delincuente. Pero estamos hablando de las penas, no del delito. Como no conozco los detalles del caso, no voy a atreverme a calificar la sentencia, pero sí quisiera recordar que la proporcionalidad de la pena es una conquista de la humanidad. Es preocupante que tanta gente quiera echar al cesto de la basura ese logro. En su Tratado de los delitos y de las penas, Beccaria escribió: “No es la crueldad de las penas uno de los más grandes frenos de los delitos, sino la infalibilidad de ellas”. Tratar de dar ejemplo con penas extremas es una práctica medieval.
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