27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 5 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Las conversaciones con quienes nos confrontan

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Nicolás Parra Herrera

n.parra24@uniandes; @nicolasparrah

 

La polarización de las sociedades no es un fenómeno reciente. Es cierto que la tecnología, la globalización y el pluralismo han visibilizado diferencias profundas, a veces, radicales con las personas con las que cohabitamos. Pero existía también durante la reforma protestante entre grupos que custodiaban la puerta y grupos que querían derribarla a través de la traducción de la biblia y la sola scriptura, aquella doctrina teológica que sostenía que las escrituras eran la única fuente infalible de la autoridad en el cristianismo. La polarización, entonces, puede ser el efecto de procesos democratizantes que abren las puertas del castillo para que entren perspectivas en ocasiones incompatibles con la normalidad ideológica previa. Incluso podemos echar reversa y llegar al mundo antiguo al Eutifrón, el diálogo platónico en el que Sócrates advertía que las diferencias de opinión sobre lo justo y lo injusto llevaban irremediablemente a riñas, disputas y rabia entre hombres y dioses.

 

Hoy la polarización se asocia con burbujas epistémicas, es decir, estructuras sociales de comunicación en las que se dejan “fuera del castillo”, por accidente, a voces distintas y relevantes. También se asocia con cámaras de eco, estructuras sociales que excluyen y desacreditan activamente otras voces relevantes para los temas que se discuten. Solo abran su Twitter, si tienen una cuenta, y descubran qué tipo de conversaciones, ideas y argumentos circulan en su feed para percatarse de que vivimos en un hotel supuestamente plural en el que nadie quiere salir de su cuarto o de su piso para no encontrarse con los “otros”, a quienes les atribuimos cualidades negativas por no compartir nuestras ideas o valores, a quienes ignoramos y nos producen miedo y rabia y preferimos saber que están en el piso de abajo que nunca frecuentaremos, o simplemente a quienes  no conocemos porque la arquitectura del hotel accidentalmente nos ha localizado en lugares separados y no conectados.

 

Vivimos en burbujas y cámaras de eco: no nos rozamos con ideas que nos incomodan y que desestabilizan nuestro sistema de creencias, sino que vamos corroborando que lo que vemos y escuchamos es exactamente lo que pensamos. Así, preferimos leer el libro que refuerza y afianza nuestros valores que aquel que nos revuelve y nos confronta con la difícil pregunta: ¿cómo alguien puede creer ideas de este estilo? También escogemos en buena parte a nuestros columnistas, pódcast y películas con el mismo rasero.

 

El problema es que los procesos de democratización en sus condiciones ideales generan un espacio lo suficientemente flexible para que exista desequilibrio productivo en la coexistencia de ideas contrarias. Si la democracia es débil, esa zona de desequilibrio productivo será mínima. Esto conducirá a que cualquier signo o argumento podrá subir la temperatura hasta el punto en el que la ignorancia cultiva miedo, este último, la rabia, y la rabia, violencia, como dice Daryl Davis, un afroamericano que se ha dedicado a dialogar con miembros de Ku Kux Klan (KKK) para preguntarles ¿cómo es posible que usted pueda odiar a alguien que no conoce?

 

En cambio, si la democratización es robusta, esa zona de desequilibrio productivo será amplia y flexible. Ideas contrarias, quizás hirientes, podrán circular no para cambiar nuestras creencias y la forma como orientamos nuestras vidas (aunque ello pueda ocurrir), sino para comprender mejor a los otros con quienes compartimos la trágica y cómica experiencia de compartir un espacio y un tiempo específico bajo una misma pequeña estrella (acá recordando a la poeta Wislawa Szymborska). Y quizás nos comprenderemos a nosotros mismos y nos daremos cuenta de lo tribalistas, ignorantes, falibles y sesgados que somos.

 

Los diálogos difíciles o imposibles, esos que ponen nuestra identidad, el sentido de lo sagrado y lo que es verdaderamente importante para nosotros sobre la mesa, son oportunidades, escasas en este mundo de burbujas epistémicas y cámaras de eco, para ver al otro de otra forma y explorarnos también desde otro ángulo. El camino de la duda está desprestigiado en este mundo de certezas y validaciones, pero es el único camino posible para que, como le pasó a Daryl Davis, no confrontemos a los demás, sino comencemos a escucharlos. Es muy difícil escuchar, pero es el único camino que encontró Sócrates y Davis para dialogar con interlocutores fanáticos, compartir y aprender de ellos y, con suerte, transformarles sus ideas a su debido tiempo.

 

Scott Shepherd, un miembro del KKK, dijo: “Daryl me salvó la vida”, aludiendo al hecho de que, gracias a sus conversaciones difíciles, llenas de escepticismo inicialmente, luego arropadas con amistad y años después desembocadas en el perdón, dejó el Klan para comprenderse de otra forma. Para los diálogos difíciles no hay fórmulas exactas. Esos encuentros dialógicos no se tratan, insisto, de cambiar las creencias de los demás, pero creo –y subrayo este verbo– que un buen camino para aumentar el desequilibrio productivo en las “democracias” polarizantes en las que vivimos es escuchar y leer a quienes nos confrontan.

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