Doxa y Logos
Sócrates: la biografía difícil
Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah
Todos los diciembres medios y redes sociales se llenan de las listas de los mejores discos, películas y libros. Esta vez disfruté, en especial, la lista que preparó Nigel Warburton, autor de uno de los libros divulgativos de filosofía más populares de los últimos tiempos: Una pequeña historia de la Filosofía. Respeto el criterio de Warburton porque ha sido un defensor de la divulgación de la filosofía, de expandir sus horizontes académicos y de devolverla al mundo de la vida donde pertenece, donde ha pertenecido desde que Sócrates deambulaba las calles atenienses preguntándole a sus interlocutores el significado de aquello que ha movido y mueve a los seres humanos: la belleza, la virtud y el conocimiento. Para mi sorpresa, en la lista de los mejores cinco libros de filosofía de Warburton se encontraba una biografía de Sócrates de Armand D’Angour con un título como de película hollywoodense: Socrates in Love, The Making of a Philosopher. Decidí terminar el año leyendo esta biografía con algo de escepticismo: ¿Cómo hacer una biografía de alguien que no escribió? “Una biografía difícil”, pensé.
Sócrates, junto con Confucio, Jesús y Buda, fue uno de los pensadores que más ha influenciado nuestra cosmovisión y forma de vida. Al igual que ellos, el único testimonio de su vida nos llega por sus discípulos: Platón y Jenofonte. No es exagerado el dicho de Alcibíades en el Banquete de Platón: “Ninguno de nosotros realmente sabe quién es Sócrates”. Antes de leer el libro de D’Angour algo sabía del filósofo ateniense. Por ejemplo, sabía que su aspecto físico no era agraciado, que el Oráculo de Delfos le dijo a Querefonte que no había nadie más sabio en Grecia que él; que la frase de cajón “yo sólo sé que nada sé” fue parte de su reacción ante la declaración del oráculo y que la otra parte fue vivir dialogando, imitando el oficio de partera de su madre, pero a diferencia de ella, dando luz a otros seres vivos: ideas. Y sabía, desde luego, que, como era costumbre en el sistema judicial ateniense, el acusado podía proponer su propia sanción y él sin titubeos ofreció como pena alternativa comidas gratis en el Pritaneo, reservadas a los atletas.
No sabía que, como lo conjetura D’Angour, Aspasia es la persona a la que se refiere Sócrates cuando reconoce en el Banquete que la única cosa de la que él sabe es del amor (erotika). Al explicar qué es, Sócrates describe su diálogo con Diotima, la sacerdotisa de Mantinea, quien, según cuenta el filósofo, fue su maestra en el amor. D’Angour sostiene que Diotima era Aspasia, la viuda de Pericles y una de las mujeres más fascinantes de la Grecia antigua pese a que algunos la vituperaran injustamente por seducir a hombres poderosos para tener influencia política.
Lo interesante de la lectura de D’Angour de mostrar a un Sócrates enamorado de Aspasia pese a la imposibilidad de su amor por ser la esposa Pericles son las implicaciones que ello tiene para la noción del origen de la filosofía. Si es cierto que Aspasia es Diotima y que fue ella quien le enseñó a Sócrates la idea de amor y, con ello, que el amor evoluciona desde el deseo físico hasta el enamoramiento con la idea misma de amor, entonces la teoría platónica del amor tiene una fuente biográfica: la relación insatisfecha entre Sócrates y Aspasia. Además de ser una curiosidad histórica, lo que esto sugiere es que la filosofía en su origen es biográfica, y que las conceptualizaciones y teorías que la alimentan brotan de la experiencia de los filósofos buscando adaptar lo real a su deseo de realidad y la realidad deseada a su deseo.
Pero no solo eso. Como lo reconoce D’Angour si la idea de amor surge de Aspasia las implicaciones en la historia del pensamiento son enormes. Sócrates continúa siendo el exponente del método socrático, pero será Aspasia ya no la mujer interesante y vituperada de Atenas, sino la filósofa, la partera primigenia, la persona que implantó (o engendró) de Sócrates las ideas centrales de Diotima (y de la filosofía socrática), estas son: “que debemos definir nuestros términos antes de utilizarlos en la práctica; que el ámbito físico puede y debe ponerse al lado de los ideales más elevados; que la educación del alma, no la gratificación del cuerpo es el deber por excelencia del amor, que lo particular debe subsumirse en lo general, lo transigente en lo permanente, y lo terrenal en lo ideal[1].
Esto no significa restarle importancia a Sócrates como uno de los puntos originarios de la filosofía, sino de reconocer que las ideas siempre surgen de nuestro encuentro con otros, de la experiencia vital que uno tenga, y de las personas a quienes amamos de forma real, imaginaria, en su presencia o ausencia. La filosofía puede ser leída como un género biográfico y por ello es posible escribir una biografía difícil de alguien que nunca escribió. Nuestras ideas, como las de los filósofos, viven en los otros con los que nos rozamos, y son estas ideas el testimonio de nuestros silencios vitales. Antes de tomarse la cicuta, cuenta Platón, Sócrates le dijo a Critón que no se olvidara de sacrificar un gallo a Asclepio, el dios de la sanación. Quién sabe, quizás Sócrates intuía que solo la muerte lo salva a uno del amor o que el amor, como la filosofía, era otra manera de aprender a morir.
[1] D’Angour, Armand, Socrates in Love. The Making of a Philosopher. London: Bloomsbury Publishing. 2019, pág. 201.
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