27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 36 segundos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Curiosidades y…

Racional o irracional (I)

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Antonio Vélez M.

 

Existe en el Gran Cañón del Colorado una repisa transparente que cruza el precipicio y sobre la cual se puede caminar con la mayor seguridad del mundo. Muchos viajan hasta allá para vivir esa emocionante experiencia, pero una vez en la repisa, con los pelos de punta, temblorosos, y a pesar de saber que la experiencia es ciento por ciento segura, la parte irracional del cerebro no le cree a la racional, y el miedo termina por derrotarlos, de tal modo que pronto renuncian a la esperada caminata por las alturas.

 

Pero, ¿qué importa?, para eso se inventaron las disculpas, y en esto somos expertos. Porque los humanos tenemos tendencia a justificar nuestras acciones, aun aquellas injustificables. En particular, el inevitable egocentrismo nos conduce a la presbicia mental: vemos con suma claridad los defectos de nuestro prójimo, pero somos ciegos para los nuestros. Por eso nos queda tan fácil ver la paja infinitesimal en el ojo del vecino y no el árbol corpulento en el nuestro. Al final nos perdonamos todos los pecados, los mismos que no le perdonamos al prójimo. Doble moral, abundante como la maleza. Y la memoria nos ayuda: llena los vacíos, o los crea allí donde resulten convenientes para no herir nuestros sentimientos. Se endereza y adereza: los humanos organizamos y damos forma a los recuerdos, a fin de lograr que los eventos pasados sean coherentes con nuestras ideas y gustos.

 

En particular, cuando cometemos una falta, tratamos de encontrar razones que nos convenzan de que obramos a cabalidad. ¿Para qué? Para tranquilizarnos, para apaciguar los clamores de la culpa y reducir el remordimiento. ¿Pensar de una manera y actuar de otra? Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra… Y es que resulta muy normal experimentar de forma habitual este tipo de situaciones que nos llevan a entrar en disonancia cognitiva.

 

Si percibimos una incoherencia entre el comportamiento y las creencias, nos esforzamos en evitarla para que no entre en conflicto con nuestra armonía interior. Disonancia cognitiva es el nombre que el sicólogo León Festinger ha dado a tan cómoda estrategia mental, a la que acudimos cada vez que nos vemos enfrentados a dos cogniciones contradictorias, cuando percibimos que tenemos dos ideas incompatibles, o nos damos cuenta de que nuestras creencias no están en armonía con nuestras conductas. El impase sicológico induce a reducirlo, o a maquillarlo, sin ser conscientes de ello. Esa es la debilidad inquebrantable de la fe.

 

El fumador que intenta dejar un vicio que considera muy dañino para su salud, en vez de abandonar la mala conducta, intentará justificarla y así reducir la ansiedad que provoca la disonancia, cambiando sus ideas y buscando justificaciones del tipo: “Mira a Luis, toda la vida fumando y está como una rosa”.

 

La negativa a abandonar un proyecto inútil en el que se ha invertido una cantidad apreciable de dinero se denomina error del coste invertido. La persona se niega a admitir que no debería haber gastado el dinero, y sigue empleando tiempo y dinero con la esperanza de salvar algo, a pesar de que es evidente que no va a ganar nada al hacerlo. Y aquel que sostiene una creencia hace todo lo posible para ignorar las pruebas en contra. Y si encuentra pruebas en contra, se niega a creerlas.

 

Hay razones que explican la resistencia al cambio. La primera consiste en que evitamos exponernos a pruebas que puedan refutar nuestras creencias; la segunda es que, al vivirlas nos negamos a creerlas; la tercera es que la existencia de una creencia distorsiona la interpretación de nuevas pruebas para así lograr que coincidan; la cuarta consiste en que se recuerdan de forma selectiva los elementos que coinciden con las propias creencias. Y se podría añadir una quinta razón: el deseo de proteger la autoestima.

 

William James argumentó que el comportamiento humano es más flexible e inteligente que el de los otros animales porque tenemos más instintos, no menos. James olvidó que tendemos a ser ciegos ante algunos de nuestros instintos, precisamente porque estos trabajan con deslumbrante eficiencia, en silencio, automáticamente y sin esfuerzo consciente.

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