Las conversaciones difíciles
Nicolás Parra Herrera
En el diálogo platónico Gorgias, Sócrates afirma que él es uno de los pocos atenienses que se dedican al “verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos” (521d6-8). Esta es una declaración enigmática. Sócrates se la pasó conversando aquí y allá con ciudadanos, artesanos, políticos y filósofos; nunca hizo discursos y no tuvo cargos populares. Lo que hoy conocemos por política es algo muy distinto a lo que Sócrates tenía en mente cuando decía que era el único en practicarla. Hoy la política se orienta a persuadir la mente y los corazones de la gente para aceptar y promover algunas ideologías que devienen en agendas y que se positivizan en políticas públicas y normas jurídicas. Los políticos de hoy viven de grandes audiencias, –virtuales o físicas–; viven de la aprobación y el seguimiento de adeptos que celebran o condenan sus aciertos y desaciertos; viven de la coyuntura y la dirección a la que sopla el viento ahora. Para Sócrates nada más alejado de la política. La verdadera política no es más que conversar con otros –dialogar, para utilizar la palabra exacta– tratar de orientar el alma de otros hacia la virtud reconociendo que no sabemos qué es, cómo actualizarla o cómo enseñarla. Sobre todo, se trata de estar dispuestos a que otros orienten nuestra alma en direcciones no previstas y que, tal vez, contradigan nuestras creencias. La política de Sócrates se hace en los diálogos, no en los discursos; se hace en los hábitos de las personas, no en sus ideologías.
Tener diálogos genuinos son experiencias escasas. A veces conversamos con otros con el fin de persuadirlos. Intencionalmente buscamos que nuestro interlocutor cambie una creencia y adopte otra. Esto no es un diálogo. A veces conversamos con otros con el fin, simplemente, de compartir un espacio con ellos como un recuerdo de que cohabitamos un mismo espacio y tiempo y que esa es razón suficiente para estar en la conversación. Otras veces tenemos conversaciones, o mejor diálogos, que nos desubican y nos relocalizan en otras coordenadas. Los lugares mentales conocidos después de esos diálogos nos resultan extraños. Quizás cambiamos una creencia nuclear; quizás percibimos lo limitada que es nuestra perspectiva, o quizás, simplemente, nos paralizamos porque nuestras categorías resultan insuficientes para entender alguna experiencia o fenómeno social. Esos diálogos son un don. Al estilo de Jorge Luis Borges, podríamos decir por los diálogos que nos pierden y nos encuentran.
Los diálogos suelen ser conversaciones difíciles o imposibles. Con frecuencia tocan temas que son importantes para nosotros o asuntos tan cercanos a nuestra identidad que tener la valentía y flexibilidad para experimentarlos demanda de nosotros disciplina y tenacidad. Pero, ¿qué significa nuestra identidad? ¿Por qué la identidad es una barrera para tener esas conversaciones difíciles? La identidad, como lo sostuvo el filósofo Kwame Anthony Appiah, son etiquetas con las que agrupamos y nos agrupamos en el mundo. Estas etiquetas tienen instrucciones de uso. Socialmente hemos emparejado a la identidad “marxista” o “capitalista” una serie de adjetivos, algunos precisos, otros distorsionados. En ciertos contextos calificamos a la gente con estas etiquetas si revelan esas características. Pero las identidades no solo son etiquetas, son etiquetas que le dan razones a las personas para actuar de cierta forma y (lo que es más peligroso) para hacerle cosas a otras personas. En el primer caso, si me identifico como “abogado”, entonces esa identidad me da razones a mí para actuar de cierta forma de acuerdo con la manera como esa etiqueta se ha desarrollado en el contexto social que habito. En el segundo caso, imponerle etiquetas a otros ha llevado en la historia de la humanidad a brutalizar, asesinar y agredir a otros en nombre de etiquetas. La identidad orienta nuestras vidas y desorienta nuestra acción frente a otros. Ordena y arraiga el mundo mientras lo permea de violencia. Por eso, cuando en las conversaciones difíciles sale a flote un tema de nuestra identidad –por ejemplo, política–, los interlocutores o bien quieren cambiarle las creencias a uno, lo que es un fracaso seguro de un diálogo, o los interlocutores obtienen razones para hacerle daño a uno, lo que, en cambio, también es un fracaso.
No muchos filósofos han pensado sobre el alcance del diálogo, por lo menos por fuera del contexto de las teorías de democracia deliberativa como la de Jürgen Habermas. En teorías de la negociación existe un libro que es mitad auto-ayuda, un cuarto de panfleto y un cuarto de intuiciones agudas que se llama Conversaciones Difíciles (2000), de los profesores de negociación Douglas Stone, Bruce Patton y Sheila Heen. Quizás el aporte más importante es que sostienen que en todas las conversaciones difíciles hay tres conversaciones paralelas que ocurren al mismo tiempo: la conversación sobre la identidad (qué significa esta situación para mí), la conversación sobre la verdad (qué ocurrió, quién dijo qué) y la conversación sobre los sentimientos (cómo me impacta emocionalmente esto a mí). A pesar de que esta intuición nos da herramientas para mapear y separar en las próximas conversaciones difíciles cómo ellas afectan nuestra identidad, nuestras emociones y nuestra percepción de la realidad, es posible que alguna vez nos encontremos, como Sócrates, con un Calicles, es decir, con un interlocutor tan terco, tan intransigente, tan dogmático, que ni el diálogo, ni la persuasión, ni la conversación amistosa sea posible. Si ello ocurre, la comunidad se fractura. Cuando el diálogo, la conversación o la argumentación ya no son formas posibles de relacionarnos quedan dos alternativas: la violencia y los mitos. Ojalá que cuando estemos en esa bifurcación elijamos, como Sócrates, el mito y las historias. Quizás es lo que queda para reconstruir una comunidad quebrada. El mito que le cuenta Sócrates a Calicles es el del juicio final. Y le insiste “tomemos como guía este relato… que nos indica que el mejor género de vida consiste en vivir y morir practicando la justicia y todas las demás virtudes. Sigámoslo e invitemos a los demás a seguirlo también” (527e2). Ese camino no es el del diálogo, pero es mejor que el de la guerra y la violencia.
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