28 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 11 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Verbo y Gracia

‘Ceniza salobre’, en memoria de Gustavo Ibarra Merlano

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Fernando Ávila

Fundación Redacción

feravila@cable.net.co

           

El investigador cultural Álvaro Suescún entrevistó al abogado y humanista Gustavo Ibarra Merlano en una serie de encuentros para el recuerdo y para darle lugar a la nostalgia. El resultado es el libro Ceniza salobre, de Ediciones Tecnológicas de Bolívar.

 

Ibarra nació en Cartagena en 1919, y murió en Bogotá en el 2001. Fue lector obstinado de toda la literatura, pero especialmente de los clásicos griegos. Esa afición lo llevó a Grecia, a acercarse mejor a la lengua de Aristóteles, y a entender como nadie las grandes tragedias griegas, de Sófocles y Eurípides. Fue Ibarra quien introdujo a su discípulo y amigo Gabriel García Márquez en estos modelos literarios. Por eso, análisis posteriores de Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada y El coronel no tiene quien le escriba descubren esos andamiajes de la tragedia griega bajo la poesía de aguas diáfanas y piedras como huevos prehistóricos del nobel colombiano.

 

Biblioteca

 

Maestro y discípulo se conocieron en 1948 en la sede del periódico El Universal, el mismo día que García Márquez inició labores allá. El escritor regresaba de Bogotá, y de sus interrumpidos estudios de Derecho, por los desastres del Bogotazo. La amistad tomó forma en la casa de Ibarra, a cuya biblioteca acudía García Márquez con gran curiosidad. Comenzó con la literatura norteamericana, Moby Dick, La letra escarlata…, y británica, especialmente las obras de Virginia Woolf, para terminar en los clásicos griegos, todo ello adobado con una profunda carga de filosofía, Gabriel Marcel, Sören Kierkegard, y, de recreo, la mejor poesía del Siglo de Oro español.

 

Taller literario

 

“Después de leídos —dice Ibarra— los comentábamos, haciendo anotaciones sobre la sintaxis, sobre el estilo, sobre la forma, sobre el contenido, sobre el tema, como si fuéramos miembros de un taller de literatura. Gabo ya estaba muy bien formado, pero aun así tuvieron mucha importancia la lectura, el cambio de ideas, los autores y los críticos que conocimos”.

 

El mismo García Márquez recuerda esta época de formación y esta amistad en Vivir para contarla, el primer (y a la postre, único) tomo de sus memorias. Quizá injustamente se le ha dado más importancia como medio de formación del gran escritor de Aracataca a La Cueva, en Barranquilla, donde departía con sus amigos Obregón, Cepeda y Vargas, que a la biblioteca de Gustavo Ibarra Merlano, donde recibió el discreto, pero hondo influjo de los más grandes maestros de las letras. A la larga, se ha dicho que si fue cuatro veces a La Cueva no fue más, y, en cambio, es claro que acudió tal vez cotidianamente desde mayo de 1948 hasta diciembre de 1949 a su íntimo parnaso cartagenero.

 

Su gratitud quedó plasmada en una entrevista concedida a Juan Gustavo Cobo Borda: “… durante dos años me dio una mano de griegos y latines por la cual le estaré agradecido toda la vida”.

 

Cine

 

La mutua afición por el cine tal vez los haya unido más. García Márquez, fascinando por la narrativa de la imagen fue a Roma a estudiar cine, y a México, a hacer guiones. Incluso actuó como taquillero en la película En este pueblo no hay ladrones, y colaboró en guiones de otros creadores y en adaptaciones de sus propias novelas. Ibarra fue crítico de cine, dictó conferencias en la Cinemateca Distrital y participó en diversos cineforos. También fue profesor de Apreciación Cinematográfica en algunos colegios y en la Universidad Javeriana, donde llegó a dirigir el posgrado en medios de comunicación.

 

Ceniza salobre pone de presente que, como lo dice Carlos Arturo Cano Jaramillo, en su libro La redacción del texto jurídico, “el abogado es ante todo un escritor”. Ibarra llevó este principio a un nivel muy alto. No solo fue escritor, sino, además, maestro del más grande de nuestros escritores.  

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