Carlos B.
Nicolás Parra Herrera
n.parra24@uniandes; @nicolasparrah
Hace unos meses murió el que, para algunos, fue el filósofo más importante de Colombia. Yo no sabía que los filósofos eran importantes en este país ni sé qué significa ser un filósofo importante: ¿el que más publica en revistas indexadas?, ¿el más citado?, ¿el que más ha influido en el pensamiento colombiano o latinoamericano? o ¿el que aprendió de primera mano de grandes filósofos del siglo XX, como Heidegger, Gadamer, Bernstein y Habermas, entre otros? No lo sé. Pero Carlos Bernardo Gutiérrez, el recién fallecido profesor titular de la Universidad de los Andes y mejor conocido por sus alumnos como Carlos B., sin duda, punteaba en varias de estas variables para llevarse ese título. Yo no fui uno de sus discípulos. Él ya tenía mucho séquito y posiblemente yo no tenía la agudeza y la paciencia que su tipo de filosofía requería. Pero aprendí mucho de él.
Casi todos los profesores de filosofía en Colombia tuvieron el privilegio de leer con Carlos B. a algún filósofo (por lo general, alemán). Algunos leímos a Hegel, de quien él tomó su teoría del reconocimiento como la explicación evidente de que somos lo que somos porque otros nos reconocen. Otros, y me incluyo, leyeron a Heidegger con él. Carlos B. era una autoridad en Heidegger. Recibió lecciones de él cuando hizo su doctorado en Alemania, así que cuando él decía “Heidegger realmente quiso decir esto” todos asentíamos obedientemente como si su testimonio prevaleciera sobre el texto. De Heidegger, además, aprendió el arte de crear expresiones cotidianas para explicar nociones filosóficas complejas: “andar en lo que andamos” o “la realidad es en el uno estar con otros”, por ejemplo. Yo he adoptado algunas de ellas. Difícilmente puedo imaginar una mejor expresión para referirse a la experiencia humana que decir que esta consiste en “andar en lo que andamos”. Otros, claro, pudieron leer con Carlos B. a Gadamer, el “padre de la hermenéutica”, como les encanta decir a los filósofos que, en lugar de hablar de la vida de los filósofos, prefieren identificarlos adscribiéndoles la paternidad o maternidad de las ideas que engendran. Con Gadamer el caso era especial. En los corredores sabíamos que eran amigos cercanos; que Carlos B. jugaba tenis con él. Imaginábamos sus conversaciones sobre Heráclito y cómo su río se traducía en el deporte en el que todo fluye hasta que la malla lo frena. También pensábamos que era el deporte más “hermenéutico”, un verdadero diálogo de dos jugadores, fusionando sus horizontes de sentido en un marco referencial, utilizando su cuerpo y su mente para leer y anticipar el sentido de la pelota de tenis, “la cosa misma”.
Es una práctica común hacer un homenaje cuando las personas fallecen. A mí el pudor me ha impedido enviarle una carta a los profesores que abrieron una ventana en mi mundo para mirarlo desde otro ángulo, a veces más trágico, a veces más generoso. Y, como dije, sin haber sido su “discípulo”, cuando supe de la muerte de Carlos B., me arrepentí de no haberle mandado una nota breve, un agradecimiento por salvaguardar una tradición amenazada en el mundo tecnificado, vertiginoso e instrumentalista en que vivimos: la de “jugar tenis” en un salón de clase con ideas y pensar conjuntamente cómo nos confrontamos, como él decía, con las situaciones humanas cambiantes y “cómo estar a la altura de ellas” (otra definición coloquial de un concepto filosófico milenario: la phronesis).
Hace poco releí una entrevista publicada en septiembre del 2009 en el diario El Espectador que le hizo Miguel Silva a Carlos B. Repasando esta entrevista recordé sus enseñanzas. Primero, la noción de pertenencia, quizás hoy ultrajada por nuestra obsesión con el futuro, el viaje espacial, la interconexión virtual. La pertenencia, decía Carlos B., nos permite echar raíces y reconocer que formamos parte de algo, de historias, comunidades, tradiciones que van pasando de mano en mano (otra expresión que me dejaron sus clases) y que nos orientan en el mundo.
Segundo, la comprensión. Comprender, aprendí de él, es entender los presupuestos y condiciones que hacen que algo sea como es. En la entrevista con Silva no lo pudo decir mejor: “la manera más productiva de comprender algo es ver qué hace posible eso que queremos comprender”. Hoy me queda difícil hablar de cualquier cosa sin ese ejercicio genealógico: la historización de los conceptos a partir de sus condiciones de posibilidad que revela que las cosas no tienen que ser como son.
Tercero, su lectura de los colombianos que aún reverbera en mi mente. Él afirmaba que los colombianos somos dogmáticos, poco propensos al diálogo y que nos privamos del placer de la diferencia. Somos seres tribales que piensan que todos piensan como pensamos en nuestro grupo selecto. Y esto me lleva al último punto, que sigo sin digerir: hay que formarse, pensaba él, incorporando cada vez más puntos de vista. Entre más miradas incorporemos en nuestro morral de conceptos, vivencias y puntos de vista, más conscientes estaremos de las diferencias. Pero ¿cómo evitar “la fácil reconciliación”?, ¿cómo no hablar de tolerancia?, ¿cómo dialogar sin que el desequilibrio social refuerce el dogmatismo? No lo sé. Nunca se lo pregunté a Carlos B., quien para mí es efectivamente uno de los filósofos importantes, pero quizás por razones distintas a las que generalmente se resaltan: Carlos B. me mostró que la filosofía nos debe importar a todos, pues es el ejercicio de confrontarnos con la experiencia humana y tratar –porque no podemos más– de estar “a la altura de las circunstancias”. Esa es una aproximación a la filosofía que siempre cargo en mi morral.
Opina, Comenta