Del reactor nuclear a la leña
Daniel Raisbeck
Al inicio de la actual pandemia, cuando el cierre del comercio mundial causó el colapso de los precios del petróleo, eran comunes los vaticinios acerca del inminente fin de la era de los combustibles fósiles. Para dar un ejemplo, un profesor de la University College de Londres llamado Michael Grubb aseguró que, en los últimos años, los costos de producir energía solar y eólica habían disminuido tanto que el petróleo estaba a punto de volverse obsoleto. El precio del barril, declaró, nunca volvería a sobrepasar el nivel de los 40 dólares estadounidenses.
Como escribí en el artículo Petróleo y potencia (ed. 551, dic./20), no era mala idea considerar el punto de vista opuesto, en especial cuando provenía de gestores de fondos que, aparte de tener décadas de experiencia en los mercados de energía, se jugaban su propio pellejo (y su propio capital) al invertir en la industria. Desde entonces, el precio del crudo West Texas Intermediate ha aumentado en un 72 %, en el 2021, superando los 83,50 dólares por barril, el máximo nivel desde el 2014. El fondo institucional de Goehring & Rozencwajg, los gestores que cité, quienes se describen a sí mismos como “inversionistas en recursos naturales con una perspectiva en contra de la corriente”, ha producido un retorno del 79 % este año, comparado a un 19 % del índice S&P.
No obstante, dichos resultados son modestos, si se comparan con el incremento del precio de las acciones de empresas que producen carbón. Como reportó el medio Investor’s Business Daily el pasado 7 de octubre, el precio de las acciones relacionadas con el carbón que se negocian en las bolsas estadounidenses había aumentado en un 125 % en conjunto desde el inicio del año. Particularmente, meteórico ha sido el ascenso de Consol Energy, de Pensilvania, y Ramaco Resources, de Kentucky, empresas cuyo precio por acción había crecido en un 371 % y un 433 %, respectivamente. Nada mal para una industria que, como aseguraba el diario británico The Guardian el pasado diciembre, era irreversiblemente moribunda.
Detrás del surgimiento de los precios del carbón está, por supuesto, la adopción de una política energética suicida a través del mundo desarrollado, especialmente en Europa. Como escribí en el 2018 (El alto costo de la transformación verde en Alemania), Alemania había aumentado su dependencia del carbón, paradójicamente a raíz de las medidas ambientalistas de la canciller Angela Merkel, quien decidió acabar con el uso de la energía nuclear en su país tras el desastre de Fukushima (Japón) del 2011. Al mismo tiempo, el castigo a los combustibles fósiles a través de regulaciones e impuestos, junto con un tsunami de subsidios a los productores de “ecoenergía” eólica y solar, afectó adversamente a los productores de gas natural.
Esto no solo sucedió en Alemania. En el 2019, el gobierno holandés anunció que, en un periodo de tres años, cesaría la producción de gas en Groningen, el yacimiento terrestre más grande de Europa. El entonces ministro de Economía, Eric Wiebes, citó no solo ciertos riesgos sísmicos, sino también la transición industrial hacia otras formas de energía. Un año antes, Holanda ya se había convertido en un importador neto de gas natural, gracias a los fuertes recortes en la producción gasífera.
Actualmente, Europa sufre una escasez de gas natural tan severa que los costos de la calefacción doméstica se han quintuplicado en comparación con el año anterior, según el Financial Times. En parte, esto se debe al curso natural del ciclo de las materias primas, en el cual la sobreproducción reduce los precios, cuyos bajos niveles desincentivan la inversión, pero la baja producción encarece de nuevo los precios una vez surge los suficientemente la demanda.
Sin embargo, los gobiernos europeos han exacerbado los altibajos del ciclo con sus políticas de “neutralidad de carbono”, dejando a sus ciudadanos a la merced no solo de los vaivenes de la importación masiva de gas natural licuado norteamericano, sino también del suministro de Rusia. En el 2020, Rusia proveyó el 49 % del gas natural que consumieron los alemanes, cifra que aumenta al 66 % en el caso de los checos y al 94 % en el de los finlandeses.
En las últimas semanas, ha circulado un video en las redes sociales en el que Vladimir Putin, hablando en un foro con empresarios alemanes en el 2010, le pregunta al público si, al descartar por completo la energía nuclear y el gas natural, piensa usar leña para calentar sus hogares en el invierno.
Desde entonces, los líderes políticos europeos paralizaron sus propias fuentes de energía mientras hacían todo lo posible por alardear de su conciencia ambientalista; inclusive aplaudían a adolescentes mientras les brindaban sermones acerca del cambio climático en sus propios parlamentos. Como resultado, le entregaron a un implacable régimen autoritario un poder desmedido sobre su propio futuro.
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