Columnistas
OECD, educación y subdesarrollo
12 de Marzo de 2013
Francisco Reyes Villamizar Miembro de la Academia Internacional de Derecho Comercial
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Por obvias razones ha pasado casi inadvertido el desolador informe preparado por la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD, por su sigla en inglés) sobre la situación actual de Colombia. Es que no solo ha sido indefinidamente pospuesta la solicitud de admitirnos en este selecto club, sino que el diagnóstico que hace la Organización deja muy mal parado al país en casi todos los ámbitos. No sorprende, por tanto, que luego de la costosa campaña de relaciones públicas internacionales, las conclusiones del informe hayan caído como un baldado de agua fría.
La OECD fue constituida en los años sesenta para apoyar a los gobiernos a impulsar la prosperidad y combatir la pobreza por medio del crecimiento económico y la estabilidad financiera. En la actualidad forman parte de ella 34 países. En la práctica, se trata de un club de ricos. A la OECD pertenecen los países industrializados de Europa, Norteamérica y Japón. Solo dos naciones latinoamericanas forman parte de la organización: se trata de México, que fue admitido en 1994, y de Chile, apenas en el 2010.
Y aunque México no se ha caracterizado en los últimos años por hacer bien la tarea, el caso de Chile sí resulta paradigmático e insular en nuestra región. El progreso económico y social alcanzado por los chilenos durante las últimas décadas no encuentra parangón en las demás naciones del área. Este avance se ha logrado gracias a una infraestructura física y normativa propicia para el desarrollo de la industria y el comercio, basada en la libertad de empresa y construida sobre el respeto a la iniciativa privada. A lo anterior ha contribuido también la virtual erradicación de la corrupción en los últimos años. En efecto, Transparencia Internacional clasifica a Chile en el puesto 20 entre 174 países evaluados. Conforme a este indicador, el país austral es percibido como el de menor corrupción de América Latina. Por desgracia, el caso colombiano dista mucho del chileno. Según se infiere del diagnóstico de la OECD, nuestra situación es muy diferente en casi todos los sectores analizados.
Y lo más llamativo del informe sobre Colombia es que todo se sabía desde antes de su presentación. El reporte tan solo hace el catálogo de los males que nos aquejan desde hace décadas: que los índices de pobreza son demasiado altos, que la productividad del país es muy débil, que existe una dependencia excesiva en la extracción de materias primas, que hay corrupción y violencia, que la distribución de la tierra y el capital son inequitativos, que el sistema tributario tiene un escaso efecto redistributivo y que la educación es de baja calidad.
Aunque este último aspecto es verdaderamente crucial, por desgracia, no ha merecido entre nosotros mayor atención. La OECD resalta el hecho evidente, según el cual existe una relación directa entre el grado educativo de los habitantes de un país, el civismo que prevalece en su cultura, la calidad de la infraestructura y el índice de criminalidad.
Además, como es obvio, la calidad y relevancia de la educación es fundamental para que exista un crecimiento continuado de la producción. No puede haber innovación y productividad sin una adecuada educación. Los recientes indicadores sobre la materia muestran una realidad poco halagüeña para Colombia: uno de los peores índices en comprensión de lectura, bajísimo dominio del inglés y otros idiomas, escasa relevancia en la aplicación de tecnologías, etc. Es decir, que todo lo que deberíamos aprender, aquí no se aprende.
La dificultad no está únicamente en la educación básica y media. También es particularmente acentuada en la educación superior. La proliferación de universidades que ofrecen toda clase de programas de pregrado, especialización, maestría y doctorado es, por decir lo menos, alarmante. Este problema es particularmente agudo en el ámbito del Derecho, donde la excelencia nunca ha sido el sello distintivo. La concesión de estos títulos universitarios, cuya calidad suele ser muy inferior a la que se ofrece en países avanzados, forma parte del grave problema de subdesarrollo que padecemos.
El documento de la OECD podría convertirse en una extraordinaria oportunidad para corregir el rumbo y encauzar el país hacia mejores horizontes. Si se siguieran, al menos parcialmente, las recomendaciones de esta importante organización, seguramente podríamos alcanzar niveles de progreso insospechados.
Queda claro que no bastan las relaciones públicas para el ingreso de Colombia a la OECD. Y, en todo caso, es indudable que el objetivo superior de alcanzar el desarrollo económico es mucho más importante que el simple halago esnobista de pertenecer a una élite de países acaudalados.
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