Curiosidades Y...
Medicinas de museo
14 de Noviembre de 2013
Antonio Vélez |
La medicina científica es la ciencia más joven, como la llamó el médico y ensayista Lewis Thomas. Su verdadero comienzo puede situarse a mediados del siglo pasado, cuando ya se dispuso de una gama variada de antibióticos, más el descubrimiento del código genético, sumado a los avances de la química, la electrónica y la tecnología de avanzada, con lo que se creó una base sólida para el desarrollo de la medicina moderna.
Los griegos antiguos inventaron una teoría para explicar el funcionamiento del cuerpo humano a partir de cuatro sustancias, teoría que perduró hasta bien entrado el siglo XIX. Según ellos, nuestro cuerpo poseía cuatro humores: bilis, atrobilis, flema y sangre. Al perderse el equilibrio, aparecía la enfermedad. La teoría no podía ser más sencilla, ni más inútil: la enfermedad resultaba de cualquier exceso o déficit de una de esas sustancias.
Osadamente extendieron sus alcances a la psiquis: el carácter de una persona dependía de los humores. Si tenía exceso de sangre, la persona era sociable y activa; si el exceso era de flema, resultaba calmada, flemática; los biliosos eran biliosos, es decir, coléricos, irritables, y si el exceso era de atrobilis, el individuo era melancólico. Hoy perduran la sangre y la bilis; de las restantes, solo los términos flemático y atrabiliario.
La medicina tradicional china es antiquísima, pero aún se practica. Los fluidos ya no son los de los griegos, pero en el fondo se trata de la misma historia con otras palabras: el qi fluye por canales especiales, los meridianos, y su bloqueo se traduce en enfermedad. Y para eso están las agujas, que aplicadas en puntos especiales restablecen el libre flujo energético. Los físicos no conocen tal energía. Y no le pregunte al médico chino tradicional en qué consisten yang, yin y qi, ni le pregunte por el mecanismo por el cual una aguja restablece dicho flujo, porque no lo sabe.
El mesmerismo o magnetismo animal, propuesto por Anton Mesmer, médico del siglo XVIII, suponía la existencia de un medio etéreo invisible que penetraba los cuerpos y los llenaba de vitalidad. La enfermedad no era más que un obstáculo en el cuerpo del paciente que impedía el libre flujo de tan misterioso ente. Para actuar sobre el éter, Mesmer usó imanes, por medio de los cuales pretendía curar al liberar los obstáculos y hacer circular libremente la sustancia. Muy pronto abandonó los imanes y los sustituyó por fuerzas que emanaban del cuerpo de algunos privilegiados, para lo cual él mismo estaba bien dotado, claro está. Mesmer, un hombre muy carismático, al manipular en forma conveniente el supuesto fluido, logró curaciones admirables, dicen. Efecto placebo, se lo llama ahora. El mesmerismo murió, pero dejó un hijo natural: la magnetoterapia.
La frenología, obra de Franz J. Gall, afirmaba que era posible determinar el carácter, la personalidad y las facultades mentales de una persona, así como sus tendencias criminales, basándose en la forma del cráneo y en las facciones, que, a su vez, dependían del tamaño de las distintas zonas cerebrales u “órganos de la mente”. Al terminar el siglo XIX, el fantasma de la frenología se desvaneció para siempre.
El principio básico de la homeopatía, conocido como ley de los similares, establece que una enfermedad puede curarse por medio de una sustancia que produzca los mismos síntomas patológicos en una persona sana. En términos caseros: curar con pelos del mismo gato. Establece también una ley de los infinitesimales: contra todo sentido común, cuánto más pequeña sea la dosis de la sustancia activa, mayor será el efecto curativo. Mientras menos, más, verdadera paradoja aritmético-terapéutica. Sobra decir que la eficacia curativa nunca ha superado la del placebo. Por esto las directivas del prestigioso hospital Tunbridge Wells de Londres decidieron clausurar la sección de homeopatía. Pero los homeópatas aún pululan.
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