Cultura y Derecho
Insurrección
23 de Noviembre de 2016
Andrés Mejía Vergnaud
El 3 de noviembre, apenas seis días antes de que Donald Trump ganara la Presidencia de EE UU, publiqué en Twitter una carta escrita por 370 profesores de Economía: los más brillantes, los más sabios, los más doctos, los más poseedores de títulos, entre ellos ocho ganadores del premio Nobel. En la carta, los firmantes advertían del peligro que significaba votar por Trump y recomendaban no hacerlo. Acompañé el documento con este comentario: “Gran carta contra Trump de 370 profesores de economía (8 Nobel) cuya influencia sobre el resultado se aproxima a cero”. Y así fue. No valieron estas ni muchas otras advertencias; no valió el hecho de que todos los medios de prensa conocidos y prestigiosos se opusieran a este horrendo candidato; no valió el hecho de que fuera rechazado por todo tipo de intelectuales, ni que fuera descalificado por centenares de exfuncionarios destacados. Donald Trump fue elegido Presidente, y ello fue un acto de insurrección. No el primero de nuestra era (antes había ocurrido el brexit) y con seguridad no el último. ¿Por qué? Porque el mundo ha cambiado, porque la historia cambió de curso, y no hay lamento ni nostalgia que pueda devolver el tiempo, o que pueda restaurar el estado anterior de las cosas.
¿Quiénes son los insurrectos, y contra qué se liberan? Los medios nos dijeron, en el caso del brexit, que fueron sobre todo los ingleses del campo y las ciudades pequeñas e intermedias, y que se alzaron contra el globalismo cosmopolita de los londinenses, globalismo del cual nunca percibieron beneficios. Y nos dicen, en el caso de Trump, que fue la clase trabajadora blanca, la cual pasó, en tan solo dos décadas, de ocupar un papel central en la sociedad y en la cultura, a quedar atrás en la carrera del globalismo.
Nada de esto es falso, pero hay una explicación más profunda. Hay, en el fondo, un tipo de insurgencia mayor que apenas se está empezando a manifestar, y que hoy tomó esas dos banderas, pero mañana podría tomar cualquier otra: es la insurrección de la gente común contra dos de los pilares de la democracia republicana tradicional: las élites y los intermediarios políticos (por ejemplo, los partidos). La gente común se tomó la democracia.
En el modelo de democracia republicana que viene de los siglos XVII y XVIII, la gente común tenía un poder que no había tenido en el absolutismo monárquico, y es el poder de elegir. Pero el rol de la gente común estaba confinado y limitado por las élites y los partidos. Las élites guiaban a la gente, a la cual se consideraba inmadura; y los partidos ejercían el papel de intermediarios entre la gente y el poder. Esto último era necesario por el silencio y el anonimato en que vivía el individuo común. Añádase a esto que élites y partidos usualmente controlaban los medios de comunicación, y por tanto decidían quién se expresaba, y qué expresiones se oían.
La tecnología acabó con el anonimato y con el silencio de la gente común. Si en la era anterior era necesario pertenecer a la élite para, por ejemplo, ser columnista de prensa, y ser publicado por los periódicos de importancia y prestigio, hoy cualquiera escribe en redes sociales, y las grandes instituciones del periodismo impreso son amenazadas por nuevas plataformas, algunas de ellas de pésima calidad, pero que se conectan mucho más de cerca con el sentir popular. Así, una cloaca de antisemitismo y racismo como Breitbart (que apoyaba a Trump) puede decir que le ganó al gran New York Times (que lo rechazaba).
Habiéndose deshecho de las élites, y sin sentir la necesidad de órganos de intermediación como los partidos, la gente habla. E inevitablemente, por lo menos por ahora lo que sale de su boca son prejuicios, ignorancia, odios y todo tipo de impulsos irracionales. Y nuestra única esperanza es que esto cambie con el tiempo, pues el proceso no tiene marcha atrás. De nada vale añorar los tiempos en que las élites guiaban y los partidos intermediaban, pues esos tiempos no van a volver. Más nos valdría entender estas nuevas formas de actuación política, y empezar a pensar en cómo ellas se pueden canalizar de manera más constructiva. Para que la política no termine del todo convertida en el instrumento de la irracionalidad popular (lo que temió Tocqueville, lo que temió Bolívar), y para que no terminemos convertidos para siempre en aquello que hemos venido a representar últimamente: una sociedad de indignados, que todo el tiempo protesta y jamás hace nada, y que se siente satisfecha con poner a andar un hashtag en vez de acometer el trabajo duro de solucionar los problemas.
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