Curiosidades y…
Evolución e inteligencia
27 de Julio de 2012
Antonio Vélez |
Durante el proceso evolutivo, a las especies vivas se les abrieron dos alternativas contrapuestas: la especialización y la generalización. Algunos exitosos, como los insectos, eligieron la primera; el hombre, otro triunfador, se decidió por la segunda. Muchas otras especies eligieron formas mixtas.
Para las especies de corta vida, especialistas consumados, el conjunto completo de conductas vitales tiene que ser en su mayor parte innato, un paquete listo para usar, pues los individuos disponen de poco tiempo para las parsimoniosas tareas del aprendizaje. Las especies de larga vida, por el contrario, pueden aprovechar la infancia, periodo que se caracteriza por su gran plasticidad, debido a la inmadurez de las estructuras anatómicas, para lograr un apropiado ajuste a las condiciones particulares del nicho ecológico ocupado. Y dentro de los ajustes, la inteligencia, potenciada con el lenguaje, es uno de los factores más efectivos. Se sacrifica la perfección de lo instintivo en la ejecución de las tareas vitales, pero se amplía el abanico de posibilidades conductuales. La adaptación se sustituye por adaptabilidad.
A medida que se prolonga la niñez, mayor provecho se les puede sacar a los conocimientos de los mayores y a las experiencias propias. Quizá por esto la neotenia o largo periodo de inmadurez se fortaleció como rasgo típico de la especie humana, pero con un precio muy alto: el hombre es el único animal incapaz de valerse por sus propios medios a la edad de cinco años. Tan larga inmadurez permite, por un lado, que el individuo se adapte a nichos cambiantes e imprevistos, ya que las estructuras inmaduras son de extrema plasticidad; por el otro, una infancia prolongada proporciona un largo periodo de aprendizaje por medio del juego. Como el cerebro humano nace muy inmaduro, las experiencias tempranas ayudan a tejer la estructura fina de los circuitos neuronales. En la lentitud de la maduración puede residir la enorme ventaja mental que le llevamos a los simios. Esa característica, exclusiva de la especie humana, puede ser la causa de la inteligencia superior, la misma que nos ha permitido hacernos dueños del mundo. Bueno… si no fuera por las bacterias.
Pero la inteligencia superior es un artículo de lujo, costoso y frágil. Costoso pues durante la etapa embrionaria se requieren ingentes cantidades de energía para elaborar el tejido neuronal. Luego, durante el parto, el gran tamaño del cerebro humano crea enormes riesgos a la madre; además, es energéticamente muy costoso, pues este órgano se caracteriza por su glotonería: cerca del 20 % de la glucosa y el oxígeno consumidos va a parar a nuestras neuronas. Y es frágil ante la multitud de enemigos que la acechan: una enfermedad eruptiva o una alimentación deficiente de la madre gestante convierten al niño en un retrasado mental, mientras que un golpe certero, un pequeño trombo, una arteria rota o unos pocos minutos sin oxígeno, y quedamos convertidos en bultos de carne y hueso. En la adultez, un pequeño desbalance en un neurotransmisor esencial y nos encierran con los demás locos, o nos tiramos por un balcón.
El cerebro es también exigente en tiempo: se requieren más de veinte años de educación para volverlo competitivo en el mundo moderno. Después de los cincuenta, la memoria comienza a tartamudear, y a los setenta, si estamos vivos, está llena de agujeros y borrones. Al envejecer, el cerebro pierde neuronas aceleradamente; sin embargo, la capacidad de expresión verbal y la de razonamiento se conservan casi intactas. Un milagro, y un consuelo para el viejo, porque todo lo demás son pérdidas.
¿Es peligrosa la inteligencia? Sí, peligrosa para el prójimo: cuando planea el ataque, cuando urde la trampa, cuando usa la astucia para sacar ventajas. Sin inteligencia superior, el mundo sería un paraíso. Pero muy soso.
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