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Derechos humanos y democracia

07 de Junio de 2012

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Omar Herrera Ariza

Abogado y exdocente universitario

omarherrera10@gmail.com

 

El pasado 24 de mayo Hillary Clinton presentó a la consideración del Congreso estadounidense Los Informes por Países sobre Prácticas de Derechos Humanos en 2011. La referencia a Colombia que allí se hizo, si bien reconoció que con el ascenso al poder del presidente Santos hubo una mejoría en el tema, contiene afirmaciones que arrojan sombras y cuestionamientos a la forma en que el Estado y la sociedad colombiana se ocupan de garantizar, promover, defender y promover los derechos humanos.

 

Sin considerar las vulneraciones resultantes del hecho de ser nuestro país el campeón de la desigualdad en América Latina ni las consecuencias de desempleo, marginalidad y exclusión que de allí se derivan para millones de compatriotas, el Departamento de Estado nos recuerda que continúan las desapariciones forzadas y los falsos positivos, el asesinato de líderes sindicales y de luchadores por la recuperación de tierras, crímenes cometidos por paramilitares con la complicidad ocasional de miembros de las fuerzas armadas, todo en un entorno de corrupción e impunidad auspiciadas por la ineficacia e ineficiencia del aparato judicial.

 

El asunto remite a una cuestión fundamental: ¿puede reputarse como democrática una institucionalidad que presenta, año tras año, el record al que alude el Departamento de Estado, aumentado por la evidencia de grandes masas humanas sin empleo, sin educación, sin techo, sin acceso a la salud? El interrogante es susceptible de variadas respuestas, según la posición ideológica y social de quien responda.

 

Para los formalistas y para el pensamiento de derechas, la pregunta en sí misma es inútil, cuando no demagógica, porque, para ellos, basta con constatar la existencia de ritos electorales, la escasa presencia de dictaduras a lo largo de la historia republicana, un régimen de partidos garante de la pluralidad de expresiones y una prensa no sometida a censura oficial, para afirmar rotundamente que la colombiana es una democracia madura, dueña de la historia electoral más larga y estable de la América Latina.

 

Pero si el tema se aborda desde la perspectiva de la pedagogía de los derechos humanos proclamados solemnemente por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1948 y a la luz que arrojan los principios rectores de nuestro constitucionalismo, en cuanto asignan al Estado el deber primordial de garantizar la efectividad de los derechos consagrados en la Carta, la respuesta pasa por la obligación de reconocer en la nuestra una democracia puramente formal, en extremo incompleta, frágil y restringida, que ha resultado útil como instrumento de legitimación de situaciones de inequidad, pero definitivamente inane en el propósito superior de posibilitar a todos los colombianos el ejercicio pleno de sus derechos.

 

El Informe del Departamento de Estado y la cruda realidad de desigualdad y exclusión que viven las mayorías nacionales demuestran que los gobiernos, no obstante su origen electoral y su autocalificación de “democráticos”, no han cumplido sus deberes para con los intereses colectivos ni satisfecho las legítimas aspiraciones de los colombianos a la paz, a políticas incluyentes y a la superación de las injustas desigualdades económicas y sociales; es decir, han fallado en su obligación de guiarnos desde los terrenos de una democracia meramente electoral a aquellos, superiores, de una democracia de ciudadanos tal cual lo recomiendan los principios de justicia y la propia Organización de las Naciones Unidas.

 

Porque no es de esperar de los sectores en el poder la decisión de modificar las estructuras sobre las que reposa el concepto formal de democracia y ante el egoísmo y la ineficacia de las clases dominantes, compete a los sectores populares apropiarse de las banderas de los derechos humanos, para fundar en ellos una sociedad y una institucionalidad que en verdad ameriten el calificativo de democráticas.

 

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