Retroceso
José Miguel Mendoza
Socio de DLA Piper Martínez Beltrán
En la República del Ecuador acaban de aprobar el más ambicioso proyecto de reforma societaria del que se tenga noticia en época reciente. Con la bien llamada Ley de Modernización, promovida por la Superintendencia de Compañías y un grupo de jóvenes académicos, Ecuador le ha dado un vuelco radical a su régimen societario, enfilado ahora hacia la protección de accionistas minoritarios y a resolver otros problemas relevantes del derecho de sociedades. Aunque hay mucho por destacar en la nueva ley ecuatoriana, lo que más sorprende es la facilidad con la que nuestros vecinos han logrado articular el derecho procesal con el ordenamiento societario. En materia de responsabilidad de administradores, por ejemplo, la Ley de Modernización le impone al demandante la carga de acreditar “actuaciones ilegales, abusivas o viciadas por un conflicto de interés” como requisito para hacer a un lado la protección de la regla de la discrecionalidad.
En otro apartado de esta novedosa ley ecuatoriana se le confiere a los minoritarios una importantísima prerrogativa que no está disponible en ningún otro país latinoamericano: la legitimación extraordinaria para promover la acción social de responsabilidad, en nombre y por cuenta de la compañía, cuando los administradores han violado su deber de lealtad. Con la promulgación de esta nueva ley, no debe quedar duda de que Ecuador se ha situado, con decisión, a la vanguardia del derecho societario en América Latina.
Los ánimos de renovación que hoy se sienten en Ecuador deben provocar entre nosotros alguna nostalgia por aquellos tiempos, ya remotos, en los que la introducción de la sociedad por acciones simplificadas sacudió los cimientos del derecho societario colombiano. Por esa época todo parecía posible. Recién liberada de yugos dogmáticos, Colombia propició una revolución conceptual que llamó la atención de la comunidad internacional e inspiró cambios en las legislaciones societarias de la región. Es inevitable entonces sentir algún desconsuelo al ver cómo hoy, perdido el ímpetu, Colombia ha renunciado a su liderazgo regional en estas materias.
Para nuestra desgracia, los males que aquejaban al régimen societario colombiano han regresado con el mismo vigor de antaño. Es bien sabido, por ejemplo, que llevamos ya siete años en el trámite inútil de reformar nuestras leyes de sociedades. Los primeros esfuerzos sistemáticos de modernización colapsaron con el archivo de los proyectos de ley 70 de 2015 y 2 de 2017, luego de un accidentado paso por el Congreso de la República. Tras el fracaso de ambas iniciativas, la Superintendencia de Sociedades convocó un ciclo de tertulias -novedoso método de técnica legislativa- para transfigurar los proyectos archivados en una nueva iniciativa, cuya expectativa de vida tenderá a desplomarse a medida que se acerque el 7 de agosto del 2022. Y así probablemente seguiremos por muchos años más, con cada nueva camada de expertos gubernamentales mutilando textos ya desactualizados, como ocurrió entre 1958 y 1971 con nuestro actual Código de Comercio.
Enfrentados a esta realidad sombría, nos hemos entregado al antiguo vicio de tramitar reformas extravagantes e innecesarias. Los de más larga memoria recordarán cómo la Ley 222 de 1995 aumentó del 70 % al 78 % la mayoría para evitar la repartición forzosa de dividendos, un cambio tan exótico que solo puede obedecer a una mezcla de componendas políticas, asesoría de entidades multilaterales y torpeza legislativa. Por esta columna también han desfilado muchos otros ejemplos de reformas caricaturescas, desde la supresión del requisito de pluralidad para las reuniones de segunda convocatoria en compañías abiertas (L. 222/95) hasta la posibilidad de elegir directores mediante sistemas de votación más favorables para los minoritarios que el cociente electoral (L. 964/05), algo tan inverosímil que el Gobierno Nacional jamás encontró la manera de honrar su obligación de reglamentar esa norma.
Las patologías que dieron lugar a estas normas inanes han sido detectadas también en la reciente Ley de Emprendimiento. Dejando de lado las reformas urgentes que necesita el régimen societario local, algún experto decidió que lo verdaderamente apremiante era reducir del 25 % al 10 % el porcentaje de acciones requerido para pedir que se citen reuniones extraordinarias de la asamblea. También ronda por ahí un proyecto de decreto en el que, sin asomo de sarcasmo, se establece un procedimiento minucioso para que las superintendencias convoquen reuniones por derecho propio virtuales. Ambas reformas son tan rebuscadas e innecesarias que parecen introducidas deliberadamente por la oposición para socavar el apoyo de los empresarios al Gobierno Nacional.
Y así, a fuerza de proyectos de ley archivados y retoques inútiles concebidos a la carrera, nos hemos entregado de nuevo al oscurantismo, en un frenético, pero tal vez reversible, retroceso del derecho societario colombiano.
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