25 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Impreso

Pérez y Ricaurte

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Maximiliano A. Aramburo C.

Abogado y profesor universitario

maramburo@aramburorestrepo.co

 

La historia habla de las notables ejecutorias políticas del boyacense José Ignacio de Márquez, quien retirado de la política ejerció como magistrado de la Corte Suprema de Justicia hasta poco antes de su muerte, en 1880. Con buen criterio, Lleras Restrepo y su ministro de Justicia, Fernando Hinestrosa, crearon la condecoración José Ignacio de Márquez al mérito judicial, para exaltar a los empleados judiciales y del Ministerio Público, en tres categorías: oro (medalla “extraordinaria”, que se otorgaría por méritos excepcionales), plata (por servicios “eminentes”) y bronce (por “dedicación continua, pulcritud y prestancia”). No tengo dudas de que hay buenas razones para considerar que los estímulos y reconocimientos a los jueces, en un país como el nuestro, están moralmente justificados hace tiempo: sin ellos no es posible imaginar el Estado de derecho.

 

El Decreto 1258 de 1970 encargó a un consejo creado por ese mismo decreto, y ya extinto, la competencia para entregar los galardones. Me movió la curiosidad morbosa cuando, por derecho de petición (enviado al Ministerio de Justicia (Minjusticia), y que este remitió por competencia al Consejo Superior de la Judicatura) pedí que se me explicitaran los méritos excepcionales, los servicios eminentes, etc., con los que se había entregado el premio, en cada una de las categorías desde su creación y hasta la fecha. Como era previsible, la respuesta fue un listado de 5 acuerdos y 26 resoluciones del Consejo Superior de la Judicatura y se me aclaró que no reposaba en esa entidad información anterior a 1991, aunque parece claro que antes de esa fecha también se entregó la medalla.

 

Pero no solo pregunté por la “José Ignacio de Márquez”. Resulta –dato casi desconocido– que el mismo Decreto 1258 de 1970 creó dos condecoraciones más, con el nombre de personajes históricos tan ilustres como Márquez, y aparentemente tan importantes en el papel como la primera, pero cuyos destinatarios carecen de todo poder público. Se trata de la condecoración Santiago Pérez, para “reconocer y honrar la consagración a la cátedra jurídica y a la investigación científica del derecho” y la Orden del foro Antonio Ricaurte, para destacar la labor, honestidad, virtud y distinción de quienes hayan merecido la consagración y el reconocimiento de la sociedad en el ejercicio de la profesión de abogado. Supongo que nadie obtiene rédito alguno de entregar condecoraciones a profesores o investigadores y menos a abogados en ejercicio. Quizás eso explica que no haya rastro alguno de la entrega alguna vez de las medallas Pérez y Ricaurte: el Minjusticia señaló que la competencia sobre las medallas la tenía hoy el Consejo, y este expresamente indicó que en sus archivos solo había información sobre la que se concede a los jueces y desde 1991. He preguntado informalmente a conocidos que han laborado en el Minjusticia y ni conocían de las otras condecoraciones: no parece haberse entregado jamás.

 

Estoy seguro de que a los lectores se les ocurren, como a mí, decenas de formas de pervertir el espíritu de las condecoraciones para lisonjear amistades en este país de 400.000 abogados, en el que los profesores de Derecho nos hemos multiplicado por varios cientos desde los tímidos números de 1970. Pero también imaginarán a profesionales merecedores de las medallas que honran, con loable espíritu, al radical zipaquireño y al prócer villaleyvano. Como soy profesor e investigador –además presido el Colegio de Abogados de Medellín, fundado en 1926–, he convocado a otros presidentes de colegios y convoco a la academia a que unamos voces para que se rescaten (o se inauguren, mejor), con decoro y decencia, esos dos reconocimientos.

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