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Actualizado hace 8 horas | ISSN: 2805-6396

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Debates jurídicos del proceso de paz


Los campesinos, el agro y la Constitución en La Habana

13 de Febrero de 2013

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Después del Mapa jurídico de los diálogos de paz (I y II), con el que lanzamos en noviembre la alianza entre ÁMBITO JURÍDICO y CITpax-Colombia, para dar seguimiento a los dilemas jurídicos del proceso con las FARC, en esta edición contamos con dos invitados que abordarán el tema del desarrollo agrario integral, primer punto de la agenda en discusión.

La pregunta de fondo es si las propuestas de las FARC, más allá de convenientes, son viables en el marco normativo actual. Si hay bases para restringir el latifundio, incluyendo impuestos que promuevan la desconcentración de la propiedad de la tierra, y para garantizar el acceso real de los campesinos, entre otros temas.

 

Desde perspectivas diferentes, los expertos coinciden en que hay bases constitucionales e, incluso, en algunos puntos, también legales, para un acuerdo entre las partes sobre el modelo agrario. Juan Felipe García pone énfasis en la urgencia de que este responda a las necesidades del campesinado, como sujeto central de la política, y no a los sectores representados por las partes en la mesa de negociación. Y Jorge Humberto Botero subraya las coincidencias no solo entre las partes, sino con la legislación existente, en lo que se refiere a una explotación adecuada de la tierra que legitime la propiedad rural.

 

 

El desarrollo del campo y las negociaciones de paz

 

Juan Felipe García Arboleda

Director Área de Víctimas del CITpax-Colombia y profesor asistente de la Pontificia Universidad Javeriana.

 

Lauchlin Currie arribó a Colombia en 1949, encabezando la primera misión del Banco Mundial que tenía como objetivo diseñar los lineamientos del desarrollo económico del país. Currie defendió que el desarrollo estaba condicionado por el fortalecimiento del modelo económico y político urbano, lo que conllevaría a la necesaria migración del campesinado a las ciudades.

 

Durante los últimos 60 años, esta visión del desarrollo ha predominado en el diseño de la política agraria colombiana. Dicha política se basa y depende de un imaginario social en el que los pobladores del campo se encuentran subordinados a los intereses de la ciudad. Dentro de este imaginario, los campesinos -que no se encuentran en la situación de los indígenas o de los afrodescendientes, quienes “sí poseen culturas ancestrales”- deben integrarse a la vida urbana. Para este imaginario, los campesinos sin tiempo, sin espacio y sin cultura, son, propiamente hablando, un “pueblo en transición”.

 

Es preciso afirmarlo: la política agraria siempre ha estado orientada a aliviar los problemas de grupos de poder asentados en las principales ciudades del país. Hoy que se discute en La Habana el tema del desarrollo rural, es fundamental preguntarse qué tipo de problemas pretenden solucionar las partes sentadas en la mesa.

 

Pareciera ser que las FARC necesitan resolver un problema de gobernabilidad: pensando en el proyecto electoral, intentarán construir la ecuación política, nada natural, de la insurgencia como representante del campesinado, con un programa político que incluya el control del Estado sobre parte de la economía agraria y la expropiación de tierras improductivas.

 

En el otro lado de la mesa están sentados el Gobierno Nacional, los gremios y los militares. Estos últimos son escépticos frente a un modelo de paz que implique que las FARC gobiernen territorios rurales. Los gremios, por su parte, han establecido que el proceso no puede derivar en la negociación del modelo económico y del sistema de propiedad vigente. Para estos, como para Currie, la fórmula del desarrollo rural consiste en la provisión de seguridad para los inversionistas nacionales y extranjeros -incluyendo al pequeño empresario campesino-, y en la integración del campo al mercado urbano (local y global) a través de la construcción de infraestructura.                                     

 

Sin representación de los campesinos en la mesa, es vital que los negociadores de ambas partes comprendan que negocian en el marco de la Constitución de 1991 y de la jurisprudencia que la Corte Constitucional ha desarrollado.

 

Este marco consagra el principio de igualdad, que implica la implementación de medidas afirmativas para aquellas poblaciones discriminadas históricamente, como la campesina. Recuerda la función social y ecológica de la propiedad, que subordina la propiedad privada a intereses superiores de la sociedad y el medio ambiente. Prevé el principio de diversidad cultural, que reconoce que existen diferentes visones sobre el desarrollo, y prohíbe que una se imponga sobre otra (Sent. T-129/11).

 

Además, estipula el principio de participación ciudadana, que exige que las comunidades que se ven afectadas por proyectos privados o públicos de alto impacto participen activamente para velar por los intereses de la ciudadanía (Sent. T-348/12). Finalmente, consagra los planes de ordenamiento territorial como herramienta para zonificar democráticamente los territorios urbanos y rurales, de tal forma que prevalezca el interés general sobre el particular.

 

Los campesinos requieren que en la mesa se pacte que este marco jurídico, finalmente, se cumplirá, y que se reconozca la forma de vida campesina en el horizonte constitucional del país. Ello combatiría el imaginario social de “pueblo en transición”, problema de raíz que sufre el campesinado en Colombia.

 

 

La explotación de la propiedad rural

 

Jorge H. Botero

Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

Se ha dicho que el agro constituye el capítulo más complicado de la agenda. No creo. En cualquier tipo de negociaciones los temas suelen abordarse en el orden inverso a su dificultad. Así, cuando se llega al final del proceso y se afrontan los asuntos de mayor complejidad, las partes se ven impulsadas por una dinámica que, hasta ese momento, ha transcurrido con éxito, quizás para sorpresa de unos y otros.

 

No obstante, resulta positivo que en el decálogo de propuestas sobre el agro recientemente presentado por la dirigencia subversiva, esta haya suavizado el radicalismo de algunas de sus posiciones tradicionales.

 

Ya no plantea la eliminación de los latifundios, sino, apenas, de los “improductivos”; no reclama la prohibición de la inversión extranjera en tierras rurales, sino cuando tenga fines especulativos. No se opone a la gran minería y a la construcción de hidroeléctricas, si se las somete a regulaciones ambientales rigurosas.

 

Reclama, de otro lado, la sustitución de la ganadería extensiva por agricultura doquiera las tierras sean adecuadas para este propósito, lo cual constituye un viejo anhelo nacional.

 

Considera, por último, que la legitimidad de la propiedad rural depende de la adecuada explotación de los predios a tono con la Constitución actual y una larga trayectoria legislativa.

 

Recordemos que la Ley 200 de 1936, que se encuentra vigente, estipula en su artículo 1º  que la tutela de la propiedad y la posesión de fundos rurales depende de “la explotación económica del suelo por medio de hechos positivos propios de dueño, como las plantaciones o sementeras, la ocupación con ganados y otros de igual significación económica”. Desde la óptica actual, las exigencias de explotación que legitiman la propiedad rural pueden ser mayores, pero la filosofía es la misma.

 

En todos esos temas, las discusiones habaneras harán aflorar amplias divergencias de criterio, pero es evidente que existen coincidencias en el punto de partida que hacen posible la búsqueda de acuerdos, tal como lo han reconocido los voceros de las FARC.

 

Coincidencias iniciales como estas se superponen con diferencias ideológicas profundas, tan importantes como el sentido y alcance de la paz. Mientras la guerrilla cree que esta consiste en el logro definitivo de la armonía social, algo así como la sociedad sin clases que soñó Marx, los representantes del Gobierno consideran que la paz consiste en el compromiso irreversible de tramitar por medios pacíficos los conflictos que son inherentes a la sociedad. 

 

Las brechas ideológicas, así sean profundas, pueden dificultar, pero no impedir, las posibilidades de un acuerdo por una poderosa razón: el objetivo de la negociación consiste en la finalización del conflicto, no en resolver el debate ideológico. El texto del armisticio no suele incluir una cláusula para declarar que una ideología ha triunfado sobre la opuesta.

 

En última instancia, el fin de la confrontación armada depende de la correlación militar de fuerzas, del riesgo percibido por los comandantes guerrilleros sobre sus vidas, de que se les garantice que no se pudrirán en una cárcel, de que ellos y sus huestes podrán reinsertarse a la vida civil en condiciones dignas, de que se otorgue a la cúpula subversiva, de manera transitoria, condiciones preferentes para participar en política.

 

De otro lado, la sociedad civil y el Estado que la representa tienen que convencerse de que el cierre del enfrentamiento genera un valioso “dividendo de paz” en pos del cual se justifican ciertas concesiones. Desde la perspectiva económica, los gastos en que haya que incurrir podrían ser vistos como inversiones. Y estas tener una alta tasa de retorno. 

 

Las circunstancias actuales pueden ser propicias.

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