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Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Ámbito del Lector

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Luis Carlos Sáchica Aponte: aurúspice de la pulsión tánica en el proceso de paz

13 de Noviembre de 2014

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Gloria a Dios en las alturas para el maestro Luis Carlos Sáchica Aponte, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, al año de su viaje, y por anticipar la pulsión mortal del proceso de paz, tema riesgoso para él y su familia, por lo cual sus columnas con mensajes implícitos elaboradísimos de: Por favor escúcheme, Señor Presidente y Hay que reelegir a Pastrana son obligatorias para entender nuestra patología, que fantasea con ella si alcanzarla jamás.

 

Dejó lo estrictamente jurídico, para ser ensayista de política y sociología, con: Del malestar en las instituciones y Entre la regla y la excepción, cuya esencia recreaba recitando el verso Aguafiestas de la Fabulilla del Tuerto López, así:

 

“¡Viva la paz, viva la paz!/ Así trinaba alegremente un colibrí/ sentimental, sencillo/ de flor en flor./ Y el pobre pajarillo/ trinaba tan feliz sobre el anillo/ feroz de una culebra mapaná./ Mientras que en un papayo (cercano)/ reía gravemente un guacamayo/ bisojo (viejo, cojo) y medio cínico/ cua, cua. Por eso, su hija Martha Sáchica Méndez, en su funeral, con discreción como es ella, repetía su dicho: “Al colibrí no lo enjaulan”.

 

Él parecía afirmar que la última gran reforma, en su mal sentido, la inició la guerrilla en noviembre de 1985, porque la conciencia política sobre la justicia antes de la Toma del Palacio se perdió, y se enquistó la politiquera en la administración judicial, explicada por el mecanismo sicológico de la proyección, que “justificó” esa tragedia al atribuirle a la Corte Suprema de Justicia-Sala Constitucional el resolver el supuesto “incumplimiento” de los pactos de paz con el M-19 y prohibir la extradición de colombianos a EE UU.

 

De allí en adelante, su teoría sobre el “constitucionalismo mestizo”, ejemplificada con la integración de la Corte Suprema de Justicia-Sala Constitucional, se sacudió, porque perdió su legitimidad y credibilidad, pese a lo cual dedicó su libro de la Corte Constitucional y su jurisdicción a “sus colegas caídos al servicio de la justicia”, quienes fueron los últimos guardianes y defensores de la Constitución Nacional de 1886.

Por ello su denuncia contra los fallos de la Corte en 1990 sobre los decretos de estado de sitio, montados sobre el “clamor popular por el anhelo de paz”, para dar paso a la reforma de 1991, que fue otro espasmo más, que asumió las fallidas reformas de los años setenta y ochenta, hasta la de Barco, retirada por la inclusión de la no extradición.

 

Su tesis sobre la inexistencia de una nueva Constitución se sintetizaba en que seguimos siendo una república democrática unitaria, de régimen presidencial, con un congreso bicameral, aparato judicial “independiente” y órganos de control; por lo que la conciencia espiritual de unidad de la Constitución de 1886 está viva y se reasume lenta y tersamente, modificando la reforma de 1991, anticipándose a la imposibilidad de sustituir el núcleo esencial constitucional, que es el sentimiento autoconsciente de la Nación; porque como la no extradición, que no es un derecho humano, es reformable, por lo que se eliminó, para lavar el pecado que manchó a los asambleístas, al gobierno Gaviria y esa “Constitución” de 1991.

 

Consideró errores graves: (i) el mal diseño institucional de 1991, que pervirtió lo judicial, la Fiscalía y los órganos de control; (ii) la Corte Constitucional separada de la de Casación, por el choque irresoluble entre ellas, por sus orígenes norteamericano contra el francés y las vanidades institucionales; (iii) la “elección” de los magistrados de la Judicatura, que afecta a los jueces y sus fallos, el Consejo Electoral y la Corte Constitucional; (iv) el endiosamiento de la tutela, justificando la mora judicial y ser el remedio para las falencias en los deberes del Estado social de -salud, pensiones y errores judiciales-, con órdenes que son del Ejecutivo y no del Judicial, y (v) la entrega de espacios en las corporaciones públicas para los guerrilleros, como permanente reclamo para llegar a la paz, pero que no ocuparon, ni fueron reelegidos como los partidarios iniciales del M-19.

 

Esa es la pulsión mortal del proceso de paz, que indulta y amnistía, sin indemnizar, sin justicia integral, ni verdad para las víctimas de las guerrillas. Por eso para vivir en paz, tenemos que entender la guerra, determinando la identidad de amigos y enemigos (Carl Schimtt), que es donde el Estado yerra y el enemigo gana; porque sin honestidad y la revelación de los traidores, que se benefician de la falsedad y las mentiras, no hay paz.

 

Así el esfuerzo estudiantil de 1990 se perdió, y la reforma de 1991 es un espejismo, ya que no se tocaron los intereses de los intermediarios elegidos, que impusieron todas las dificultades que hacen imposible decidir al ciudadano, y más con los fallos de la Corte Constitucional, cuyos miembros no tienen origen popular, pero simulan mantener la democracia directa y participativa, que no es.

 

El maestro Sáchica se esforzó y terminó su libro sobre las Capitulaciones comuneras, del que soñamos su publicación, porque comprende y explica cómo en todos “los procesos de paz” florece la pulsión tánica con la que finalmente mueren, como verdad inocultable, pese a la voz meliflua de posconflicto, cuando la realidad es la guerra y no la paz, que como lo recitaba en el verso citado del posmoderno tocayo, sigue “en el anillo de una culebra mapaná”.

 

Abandonó también la consulta del artículo 104 constitucional, que le pidió a Samper y que hoy retoman algunos, porque el “acuerdo con las FARC” puede ser una “carnicería en las urnas”, como lo dijo Carlos Lemos al retirar la reforma Barco, y anticipó su fracaso en la conciencia nacional, que lo niega, descansando libremente en la mayoritaria abstención. Por eso no puede darse con las FARC una “constituyente” como la de 1991, cuya proclama como en Cuba, no necesita del pueblo, y son “asambleístas” retrecheros, como el negociante de lo ajeno que hace con lo del dueño lo que él quiere.

 

Jorge Armando Orjuela Murillo

Bogotá

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