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Peligro para la comunidad

04 de Noviembre de 2014

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Francisco Bernate Ochoa

Coordinador del Área de Derecho Penal de la Universidad del Rosario

Twitter: @fbernate

 

Resulta frecuente por estos días el empleo de la expresión peligro para la comunidad, toda vez que, en un retroceso histórico de más de treinta años, el sistema penal acusatorio estableciera esta situación como una de las justificaciones que permiten privar de su libertad a quien aún tiene el derecho a ser considerado y tratado como un inocente. Desafortunadamente, el modelo que emplea el Código de Procedimiento Penal para determinar el peligro para la comunidad desconoce la estructura de esta categoría jurídica, y ello permite que se presente el abuso de la misma, en aras de continuar con la tarea de llenar las cárceles de inocentes que se propuso el legislador de 2004 y que, a hoy, ha cumplido de forma maravillosa.

 

La figura del peligro para la comunidad encuentra sus raíces en la filosofía de la Escuela Positivista del Derecho Penal, que entiende que la pena tiene una finalidad resocializadora, y que existen personas que, gracias a una predisposición constitucional, sumada a unas condiciones ambientales, representan un peligro para la sociedad, que tiene derecho a defenderse de ellas. En contraposición, la persona que no resulta peligrosa no requiere un tratamiento penitenciario, ni en la fase del proceso, ni en la de ejecución de la condena. En últimas, lo que representa peligro para la comunidad es una persona y no un hecho específico, y ello justifica la intervención del Derecho Penal, en aras de resocializar al individuo y neutralizar el peligro que representa respecto de una sociedad.

 

Lamentablemente, dentro del Código de Procedimiento Penal que hoy nos rige, la idea de peligrosidad conecta con la gravedad y el número de delitos que se han imputado a un ciudadano, de manera que lo que se entiende como peligroso es el hecho y no el individuo. Así, personas que se encuentran perfectamente arraigadas dentro de la comunidad y que están siendo investigadas por un delito pasan, de un momento a otro, de ser ciudadanos distinguidos, a ser peligrosos delincuentes de los que la sociedad tiene que defenderse.

 

La dogmática penal contemporánea, con su impresionante teorización y elevadísimo nivel de abstracción en todas sus categorías, ha olvidado a los principales destinatarios de sus normas: la víctima, cuyo desarraigo en el Derecho Penal de hoy es evidente, al punto que el delito ya no es un atentado contra ella, sino la lesión de una categoría teórica denominada bien jurídico; y el autor del hecho, cuyo estudio como persona es cosa del pasado, y a fin de juzgarlo se realiza todo un recorrido, no sobre su personalidad y las causas del hecho, sino sobre diferentes estructuras teóricas incomprensibles para cualquier ciudadano.

 

Esto, naturalmente, trasciende a lo procesal, en donde nuestra legislación se olvida por completo de la víctima, sometiéndola a una revictimización permanente y a una mendicante búsqueda de justicia; o del infractor, a quien se limita a invitarlo a una serie de ritos incomprensibles, en los que no puede ni siquiera ser oído. Así las cosas, cada vez el proceso penal se vuelve más y más inhumano, presentándose como una mera formalidad, a manera de una máquina trituradora de vidas, mediante la sucesión de una serie de ritualidades en las que el ser humano es simplemente un insumo para llenar una estadística y su actuar, una oportunidad más para validar las estructuras teóricas elaboradas desde todas las latitudes de nuestro planeta.

 

Proponemos, entonces, el regreso al estudio del hombre, de manera que la lectura del peligro para la comunidad como criterio a la hora de privar de la libertad a un ciudadano no se realice desde un acto concreto, sino desde el estudio de su personalidad, desde su historia de vida, como lo sostuvo en su día don Jorge Eliécer Gaitán.

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