Ámbito del Lector
Naturaleza del juicio de pérdida de investidura*
26 de Junio de 2012
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La pérdida de la investidura de los congresistas, diputados y concejales no puede devenir de un juicio diferente al del reproche ético por la defraudación del principio de representación política, el cual solo ostentan por razón exclusiva y directa de la voluntad popular.
El proceso de pérdida de investidura constituye un asunto conceptual y teleológicamente diferente al que orienta uno de responsabilidad penal, fiscal o disciplinaria. Sin embargo, el constituyente de 1991 en su afán de “purificar las costumbres políticas de los miembros del congreso” ciertamente, más que confundir estos aspectos, los refundió en uno solo, instituyendo como causales de pérdida de investidura, por ejemplo, conductas que por su naturaleza ameritan solo una sanción disciplinaria tal como la inasistencia a un determinado número de sesiones en un periodo legislativo.
Desde esta misma perspectiva, consagró como causal para perder la investidura la violación al régimen de inhabilidades, que realmente tiene que ver con conductas que acaecen con antelación a la adquisición del estatus de congresista, y por ello solo deberían generar la nulidad de la respectiva elección, pues mal se podría perder la investidura por una conducta ajena a su ejercicio, que no busca la protección del principio democrático del ejercicio pulcro de la función legislativa, sino la preservación del orden jurídico en el proceso electoral.
Además de ello y siguiendo este enredado camino, se idearon causales de pérdida de investidura que corresponden con la tipología de los delitos, cuando bastaba con establecer conductas objetivas de menor gravedad que ameritaran la desinvestidura para que realmente correspondieran al bien jurídicamente tutelado que para estos propósitos es muy diferente.
Esa diversidad de causales forzó al Consejo de Estado a un ejercicio de regulación tipológica, en muchas ocasiones, interpretando al constituyente, no solo en la consagración de presupuestos axiológicos determinantes para la prosperidad del proceso de pérdida de investidura, sino en la determinación de las causales que exoneran de responsabilidad a los congresistas y que el constituyente había deferido expresamente en el legislador, como fue el caso del supuesto consagrado en el artículo 110 constitucional.
Todo este galimatías, creado por cuenta de refundir desde 1991, diversas formas del ejercicio del control de la conducta y responsabilidad de los agentes públicos en el desempeño de sus respectivas funciones, derivó, por ejemplo, en que la Sección Quinta del Consejo de Estado decretara la nulidad de una elección por violación al régimen de inhabilidades y esa sentencia, que constituía precisamente la prueba de la existencia de la inhabilidad para ser elegido, fuera desconocida por la Sala Plena de la misma corporación en el proceso de pérdida de investidura adelantado seguidamente a la misma persona so pretexto de tratarse de procesos de naturaleza diferente.
Grave error, pues con ello, en el fondo se estaba propiciando la peligrosa tesis de la existencia de dos concepciones del derecho antagónicas, en un mismo sistema jurídico; de un lado, aquel concebido por el legicentrismo, que sin más consideraciones sigue el tenor literal de las causales, y que se aplicaría en el proceso de nulidad electoral y de otro lado, aquel producto de una interpretación por principios que reconoce en la Constitución la fuente principal y máxima del Derecho, en el proceso de pérdida de investidura.
Tal separación socava el axiomático y reconocido valor de la constitucionalización del orden jurídico, sectorizando lo que la Carta de 1991 quiso unificar en los fundamentos del Estado Social, a fin de salvaguardar el preciado fin funcional del Derecho que recaba en la seguridad jurídica.
Lo expuesto me lleva a afirmar la necesidad de consagrar el principio de legalidad objetiva en el proceso de pérdida de investidura, aun cuando se trate de tipos abiertos pero debidamente limitados por presupuestos claros, y por ende, se impone la depuración de las causales para su procedencia con el objetivo de que aquella sea un verdadero juicio de reproche ético-político que derive directa y flagrantemente del fraude al principio democrático de representación política, que implique con certeza, el ser indigno de ostentarla. Es por esta razón que la gradualidad en la sanción en un proceso que es ético-político es inadmisible. Se es digno o indigno de la representación política, pero es imposible ser “medio indigno” y menos serlo temporalmente, pues se trata de un asunto en el que está en juego la democracia misma, la protección de los electores y nada menos que la pena de muerte política de un ciudadano.
Alberto Yepes Barreiro
Consejero de Estado
*Los criterios y conceptos expuestos son de exclusiva responsabilidad del autor y no comprometen de forma alguna al Consejo de Estado o alguno de sus otros miembros.
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