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Actualizado hace 18 minutos | ISSN: 2805-6396

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Columnistas


Glosas y comentarios al Estatuto Anticorrupción

19 de Octubre de 2011

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Mariela Vega de Herrera

Mariela Vega de Herrera

Abogada especialista en Derecho Administrativo

marielavega70@hotmail.com

 

 

La corrupción que asola al país, lo mismo en las órbitas de lo público que en lo privado, ha sido puesta de presente de manera palmaria por la acción mancomunada de la justicia  penal, organismos de control y medios de comunicación. Pero no es por carencia de normativa reguladora y punitiva que se presentan comportamientos desdorosos de autoridades y particulares en cuanto al cumplimiento de los deberes que les competen.

 

En efecto, desde 1995 venía rigiendo un Estatuto Anticorrupción, complementado luego por la Ley 970 del 2005, aprobatoria de la Convención contra la Corrupción que adoptó  la Asamblea General de las Naciones Unidas el 31 de octubre del 2003. Normas estas a las que se agrega ahora, con criterio totalizador, la Ley 1474 del 2011, inspiradas en el imperativo de combatir prácticas corruptas, que socavan toda institucionalidad y avasallan principios éticos de justicia e igualdad, sin los cuales es imposible la convivencia civilizada y el ejercicio de la democracia.

 

La pretensión de sectores políticos de cooptar organismos del Estado para ponerlos al servicio de mezquinos intereses desfiguró al sistema electoral y a las instituciones representativas, lo que permitió que buen número de representantes a las corporaciones accediera a sus curules por medios ilícitos, en los que no se escatimó ni el empleo de la violencia armada ni la compra de votos. En esa forma tornaron cuestionable la legitimidad de los órganos de representación popular y las propias normas proferidas por esos cuerpos espurios.

 

No es, entonces, en la carencia de normas en donde radica la causa del disolvente fenómeno, sino, mejor, en la ilegitimidad institucional y en el poco o ningún respeto a las disposiciones emanadas de esos organismos, porque, al decir popular, “hecha la ley, hecha la trampa”. Fallaron, pues, códigos, estatutos, reglamentos, lo mismo que las oficinas de control interno, y se revelaron inanes las políticas meramente represivas que confiaron en el simple incremento de sanciones como instrumento idóneo para frenar la corrupción, sin contar que la emergencia del fenómeno ocurre cada vez que exista la  posibilidad de enriquecimiento o de capturar el poder político para ponerlo al servicio de intereses individuales y egoístas.

 

Coincide con la aprobación de la reforma al Estatuto Anticorrupción el estallido de nuevos escándalos: filtración de las pruebas del ICFES, falsedades en la designación de jurados de votación y en la titulación de tierras, etc. Tamaños desmanes que desafían la institucionalidad, y las drásticas sanciones inducen a reflexionar sobre la efectividad de los métodos hasta ahora empleados y a pensar en alternativas que ofrezcan mejores resultados, para reducir la descomposición ética que sigue en aumento. Por eso se acierta cuando, a la vez de enfatizar en el incremento de la represión, se postula en los artículos 79 y 80 un proyecto educativo que apunta hacia la necesidad de medidas pedagógicas y estrategias orientadas a fomentar una ética ciudadana que permita la convivencia, mediante la aceptación y el respeto por la diferencia y la construcción de una cultura de la legalidad y del cuidado de lo público.

 

También se acierta en el tema de las inhabilidades e incompatibilidades, al restringir el empleo de la “puerta giratoria” durante dos años después de la dejación del cargo, para acabar con la inmoralidad de altos funcionarios que desde la administración cabalgaban como representantes del sector privado.

 

En cambio, no parece afortunada la salvedad que hace el artículo 2° a la modificación de la Ley 80 de 1993. Se inhabilita para la contratación estatal a quienes colaboran económicamente en determinada cuantía con campañas políticas de alcaldes, gobernadores y presidente de la República; pero excluye los contratos de prestación de servicios profesionales, que siguen constituyendo un problema de cara a la función administrativa y, en general, a los derechos laborales de servidores públicos y privados. La ley abre la posibilidad para que esos contratos puedan celebrarse con financiadores de la campaña política del titular de la entidad contratante. Cabría entonces preguntar hasta dónde la excepción respeta principios de transparencia e igualdad propios de toda función estatal.

 

Tímida e incompleta es la ampliación de la titularidad de la acción de repetición al Ministerio de Justicia, antes limitada para asuntos relativos a entidades nacionales. Su finalidad de recuperar los dineros oficiales pagados por actuaciones dolosas o gravemente culposas ¿no tendría más éxito ampliando su ejercicio a las contralorías? Reservar tal derecho a la entidad perjudicada con el pago no siempre produce buenos resultados, a más de que el perjuicio en realidad lo recibe la comunidad, por la merma del presupuesto para obras y servicios en la proporción de las condenas.

 

Concentrar en el Presidente de la República el nombramiento discrecional de los jefes de control interno podría calificarse contrario al principio constitucional de descentralización, a más de posibles efectos nocivos de tal modalidad. Y no se ve la razón por la cual en el orden territorial los mismos funcionarios son designados por periodo fijo, que no debe coincidir en su totalidad con el del nominador, con lo cual se garantiza mayor autonomía para el ejercicio de la función.

 

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