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Columnistas


El bloqueo étnico

12 de Febrero de 2013

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Jorge Humberto Botero

Jorge Humberto Botero

Abogado y exministro de Comercio, Industria y Turismo

 

 

 

 

Continentes tan distintos y lejanos como América y Oceanía tienen en común que sus poblaciones aborígenes fueron colonizadas por naciones europeas. Los patrones de colonización difieren. Mientras españoles y portugueses se mezclaron con la población nativa, los invasores de origen anglosajón no lo hicieron.

 

Otro factor diferenciador entre ambos continentes fue la masiva expatriación de poblaciones negras del África por traficantes portugueses para dedicarlas al laboreo de las minas y al trabajo en las plantaciones de caña, fenómeno este que añadió una vertiente prolífica al entre cruzamiento de razas que desde el siglo XVII tuvo lugar en Iberoamérica y el Caribe. Este profundo mestizaje, que Jaime Jaramillo Uribe, tal vez el más importante de los historiadores colombianos vivos, señalara como un elemento básico de nuestra nacionalidad, ha perdido prestigio. Lo que hoy se considera valioso es exaltar lo que nos diferencia, no lo que nos une.

 

Esta no ha sido una transformación insular. La política que en muchos países se considera adecuada ha virado de la asimilación de esas etnias minoritarias hacia el respeto y fortalecimiento de su personalidad colectiva. Tal cambio de visión, que la Constitución de 1991 recoge y amplía, fue inducido por el Convenio 169 de 1989 de la Organización Internacional del Trabajo.

 

Sus principales aspectos son los siguientes. Las etnias minoritarias y los grupos tribales tienen derecho a consulta sobre las medidas que los afecten o que tengan incidencia directa en sus modos de vida o sus territorios; a la propiedad y posesión de las tierras que tradicionalmente habitan; a que los recursos naturales existentes en sus tierras sean especialmente protegidos, al igual que sus prácticas espirituales y religiosas; y a no ser trasladados sin su consentimiento de las tierras que habitan, salvo circunstancias gravemente excepcionales.

 

Para colocar en perspectiva estos derechos conviene recordar la participación de las etnias minoritarias en el total de la población que habita el territorio nacional: indígenas, 3,5 %; negros, poco más del 10 %; gitanos, 2.500 personas. Estas cifras se parecen a las de otros países. Por ejemplo, en Australia los nativos representan solo el 2,2 % de la población total; en el Canadá la población que vive en resguardos es de unas 300 mil personas en un país de 34 millones de habitantes.

 

La creciente sensibilidad por los asuntos ambientales, el auge minero-energético y las necesidades de construcción de infraestructura han dado lugar a un inusitado protagonismo de las etnias minoritarias en muchas partes del continente. En el Canadá, por ejemplo, los voceros de las comunidades indígenas han paralizado la construcción de un importante oleoducto. En Perú y en Chile la resistencia indígena frente a proyectos mineros ha terminado en asonadas.

 

En nuestro caso, por fortuna, no hemos tenido actos graves de violencia aunque sí una creciente parálisis de las autoridades para decidir, en cualquier sentido que fuere, sobre un conjunto de consultas atinentes a obras importantes para que la economía crezca y, por ende, avancemos en la lucha contra la pobreza que afecta a muchos colombianos, la gran mayoría de los cuales no viven en comunidades constituidas en torno a identidades étnicas. Lo hacen en agrupaciones abiertas, que es una característica propia de la sociedad moderna en todas partes del mundo.

 

Las autoridades gubernamentales, con enorme paciencia y pocos resultados, han permitido la dilación indefinida de las consultas sobre obras cruciales, aceptando, de facto, que ellas se traducen, en contra de lo que la Constitución dispone, en que las etnias minoritarias gozan de un poder de veto. Esto ha sucedido también con las iniciativas normativas. Una ley tan importante como la de Desarrollo Rural no pudo obtener el visto bueno de esas comunidades.

 

Por supuesto, ellas no van a ceder en los componentes de una agenda radical y, hasta ahora, triunfante, que en el caso de los indígenas busca, además, excluir la presencia de la fuerza pública de sus zonas de influencia, lograr que los resguardos comprendan el subsuelo y el espacio aéreo; y obtener una expansión adicional de sus territorios, los cuales ya abarcan algo así como el 30 % del país.

 

Para superar esta situación de parálisis, el Gobierno ha preparado un proyecto de ley estatutaria de las consultas con etnias y grupos tribales. En ella se regularían temas tan fundamentales como los requisitos que deben satisfacer las comunidades para participar en las consultas de normas y proyectos; los criterios para establecer las afectaciones directas y específicas que dan derecho a consultas; el registro de los lugares de ubicación de las comunidades étnicas y sus sitios sagrados; y las etapas, requisitos y duración de las consultas.

 

La iniciativa establece con claridad que el derecho a consulta no es un poder de veto, sino a ser escuchado con atención y a recibir respuesta razonada de las peticiones que se formulen. No puede sorprender, por lo tanto, que haya sido vetada por quienes representan a las agrupaciones étnicas. En este mar de incertidumbre navegamos a la deriva.

 

Para romper este oneroso cuello de botella, es preciso que el Gobierno lleve a consideración del Congreso una iniciativa que ha preparado con equilibrio y respeto a la Constitución. No solo –y no tanto– por razones económicas y sociales. En mayor medida por razones políticas poderosas como las que un filósofo liberal tan respetable como Fernando Savater ha expuesto en El valor de elegir:

 

“En la actualidad vemos alzarse contra esta frágil y aún vacilante novedad progresista de la ciudadanía un movimiento reaccionario que me atrevería a llamar ‘etnomanía’. Consiste en afirmar que la pertenencia debe primar sobre la participación política y determinarla, que son los elementos no elegidos y homogéneos los que han de sustentar la integración de la comunidad. Se trata de conceder la primacía a lo genealógico, lo lingüístico, lo religioso, o las ideologías tradicionalistas sobre la igualdad constitucional de derechos: identidad étnica frente a igualdad ciudadana”.

 

A lo anterior añado que unos principios que fueron concebidos para evitar que ciertas minorías fueran oprimidas no pueden convertirse en fuente de discriminación contra la mayoría de los colombianos. Sencillamente, eso no es democrático.

 

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