24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 20 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Al Margen

La rendición de los pacíficos

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Juan Manuel Camargo G.

Una sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia (135 del 8 de marzo del 2024) está causando escándalo en España.

Los hechos: el 26 de junio del 2021, a las 6:30 a. m., dos hombres –Nicanor (29 años) y Juan Enrique– prendieron fuego con gasolina a la caseta de campo en la que vivía Agustín (a quien el fallo identifica como el “acusado”. Yo lo considero la víctima).

Agustín dormía y fue despertado por los ladridos de su perro. Para defenderse, cogió una lanza que había confeccionado artesanalmente (una varilla de hierro con un cuchillo). Con la caseta en fuego, vio que Nicanor había roto una ventana y vertía gasolina de una garrafa en el interior de la vivienda. El fallo da por probado: (i) que Agustín esgrimió la lanza para apartar la garrafa y (ii) que había escasa visibilidad.

Agustín logró salir por otra ventana. Juan Enrique y Nicanor (los incendiarios) emprendieron la huida. Nicanor estaba herido y se rezagó, pero Juan Enrique lo abandonó. Nicanor murió casi de inmediato.

Agustín no los persiguió. Apagó el fuego y marcó el número de emergencias. Cuando llegaron los agentes de la Guardia Civil de Canals, narró lo sucedido y entregó voluntariamente su lanza. Después colaboró hasta encontrar el cadáver de Nicanor y el vehículo del mismo.

El fallo añade que Juan Enrique padecía un trastorno mental de esquizofrenia paranoide que afectaba “levemente sus capacidades y sobre todo las volitivas”.

Agustín fue capturado y puesto prisión provisional desde el 18 de junio del 2021 hasta el 1º de marzo del 2024. Juan Enrique permaneció en libertad.

El caso fue juzgado por un “Tribunal del Jurado”, que, según mis averiguaciones, se compone por nueve jurados (ciudadanos) y un presidente, que es un magistrado de la Audiencia Provincial de Valencia (en este caso, el magistrado Jesús María Huerta Garicano). El jurado decide qué hechos están probados, explica el fallo, y la calificación jurídica de los mismos corresponde al magistrado presidente.

El jurado consideró probado: (i) que el tiempo que pasó entre el momento en que Agustín despertó y el momento en que blandió la lanza “fue mínimo o muy reducido”; (ii) “que el fuego se inició antes de que se lanzara el golpe (con la lanza)”; (iii) que Agustín “no se representó como probable que resultara alcanzado en el abdomen Nicanor sin aceptar ni asumir la muerte posterior del citado Nicanor”; (iv) que Agustín “estaba necesariamente afectado por el miedo y terror que sentía al temer por su vida”, y (v) que Agustín “no tenía posibilidad de escape”.

¿La decisión?  

Juan Enrique (el criminal sobreviviente) fue absuelto del delito de asesinato/homicidio intentado (en contra de Agustín) y delito de omisión de deber de socorro (a Nicanor). La sentencia dio por probado que no sabía que Agustín estaba en el interior de la caseta. No se le juzgó por los daños a la caseta.

Agustín (al que sigo llamando “la víctima”) fue condenado a dos años y siete meses de prisión por el delito de “lesiones agravadas en concurso ideal con un delito de homicidio por imprudencia grave, con la concurrencia de la circunstancia eximente incompleta de legítima defensa y la atenuante de confesión”. Además, se le condenó a indemnizar a los padres del fallecido Nicanor: 74.591,17 euros para cada uno, para un total de 149.182,34 euros.

La justificación jurídica de la decisión es increíblemente escasa. Mi síntesis es esta: (i) reconoce que Agustín actúo en defensa propia, “temiendo por su vida o ser gravemente herido”, pero dice que “su reacción fue desproporcionada y excesiva al haber podido el acusado actuar ocasionando un mal menos grave que el que produjo”; (ii) Agustín solo tenía el “ánimo de lesionar”; (iii) es natural que el ataque “produjera un (sic) afectación psicológica notable que motivó [a Agustín] a defenderse ante un ataque ilegítimo no provocado, si bien el Jurado no apreció una reacción proporcionada”.

Esta sentencia responde a una posición que se ha hecho popular en el mundo occidental, y es que hay que comparar el tipo de daños en juego para evaluar si la legítima defensa es proporcional. Si salgo del supermercado y veo que se están robando mi carro, no debo disparar un arma de fuego. La pérdida de un bien material no justifica quitarle la vida a alguien. El problema (que sigue sin resolver) es qué hacer cuando yo estoy dentro del carro o, peor aún, mi familia, mis hijos, mi perro (como en el caso de Agustín).

Hay una clara desproporción entre la situación mental del atacante y la del atacado. El atacante actúa con premeditación y sabe qué va a hacer y hasta dónde quiere llegar, con el claro y probable riesgo de que sus actos se le salgan de las manos. El atacado no sabe qué esperar. En este caso, Agustín no tenía modo de saber las intenciones de los criminales. ¿Intentaban solo quemar la casa? ¿O buscaban matarlo a él? En esa posición de incertidumbre exigir proporcionalidad es demasiado pedir. Pero, además, ¿la defensa debe ser proporcional a qué? ¿A los actos ya sucedidos antes de que la víctima se defienda? ¿O a los actos que pueden suceder de ahí en adelante? La víctima debe pensar en el peligro potencial. Si espera demasiado, la situación puede llegar a ser fatal e irremediable. Como el agredido no sabe en qué punto se va a detener la agresión, considero justificado que imagine lo peor y se defienda del peor escenario.

El fallo dice que Agustín pudo haber causado un daño menor. Esto es inconsistente con el hecho probado de que Agustín lanzaba golpes a ciegas, porque no había mucha visibilidad (que hubiera infringido una herida mortal parece más cuestión del azar). Al margen de eso, ¿qué daño menor habría hecho desistir a los atacantes? Si Agustín les arrojaba una licuadora, ¿eso garantizaría que abandonaran su propósito? ¿O quizás los enfurecería más? Sorprende y escandaliza que el fallo espere que, con su casa en llamas, Agustín debió haberse puesto a sopesar las medidas de defensa para encontrar una que no fuera mortal y fuera proporcional al ataque.

En un comentario a una de las notas periodísticas sobre esta sentencia alguien escribió: “que le quemen la casa al juez, a ver qué dice”. Sin patrocinar incendios, ahí hay un punto: el derecho debe ser humano. Los que juzgan deben juzgar como humanos.

La sentencia es una muestra más de una tendencia con amplias repercusiones en el mundo occidental, incluyendo Colombia. Cuando alguien ataca una propiedad, la única forma de detenerlo es con algún tipo de acción física en contra de la persona del atacante. Pero, como esa defensa ya no se considera “proporcional”, los robos y daños gozan hoy de cierto grado de impunidad. Es lo que pasa en EE UU, en donde proliferan los hurtos al menudeo en almacenes y droguerías, porque los ladrones saben que los vigilantes no se atreven ya a detenerlos. Es lo que pasa también en Colombia, cuando supuestos manifestantes destrozan las instalaciones de Transmilenio, también a sabiendas de que la policía se limitará a contemplarlos.

Los pacíficos, entonces, deben soportar la pérdida de sus bienes. La tesis, sin embargo, impacta distinto a los más pudientes. Transmilenio, un banco, tienen seguros que cubren el valor de los daños. Agustín, en cambio, debía tolerar perder su casa, sus enseres y su perro. Si Agustín tuviera escoltas o vigilantes, no estaría en la cárcel. Sus escoltas, presumiblemente, sí.

Hay gente tan horrorizada por la violencia que básicamente abogan por la rendición de los pacíficos. A los agresores, como en el caso analizado, no les espera ningún castigo por el daño en cosa ajena. Si los pacíficos se defienden, la situación se invierte: el pacífico pasa a ser el criminal y el agresor pasa a ser la víctima. Esto es injusto, pero las teorías jurídicas se han vuelto tan dogmáticas que muchas veces son también irrazonables.

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