27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 14 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Derecho Internacional

El año espejo y la cura pendiente

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Lisneider Hinestroza Cuesta

Docente Universidad Tecnológica del Chocó “Diego Luis Córdoba” y Universidad Externado de Colombia

Miembro del Capítulo de ICON Colombia

 

Con seguridad, el 2020 será recordado como un año de transformaciones y de reconfiguraciones. Además de todos los cambios generados por la crisis sanitaria que ha sufrido la humanidad por la covid-19, este año se inmortalizará como el año espejo.

 

El 2020 reflejó y dejó al descubierto inequidades y desigualdades vigentes en una sociedad mundial que se creía globalizada, igualitaria y regida por marcos normativos que traspasan fronteras territoriales y divisiones político-administrativas. Como si se rompiera una ilusión óptica, sucesos como el asesinato de George Floyd a manos de policías en Minneapolis en EE UU enfrentaron a la humanidad a una realidad ambivalente.

 

De un lado, la vigencia formal de un extenso catálogo de instrumentos normativos de rango supranacional relativos al reconocimiento y la protección de los derechos humanos. Y del otro, la incomprensible ausencia de su implementación. Los indignantes sucesos de este año mostraron la imperiosa necesidad de materializar principios y derechos reconocidos en un sistema normativo que buscaba la consolidación de un mundo equitativo, progresista y cada vez más cerca de alcanzar la equidad y el ideal común de la igualdad, la no discriminación y, en definitiva, la convivencia en una sociedad más justa y garantista de derechos, en especial, para aquellos que han sufrido décadas de marginación, exclusión y vulneración sistemática y estructural.

 

Sin embargo, estos sucesos no solo amplificaron las demandas de movimientos defensores de derechos humanos y justicia racial, como Black Lives Matter, sino también demostraron que hay deudas pendientes. 

 

El año espejo está proyectando imágenes que se creían del pasado y está convocando a la reflexión, al debate, pero, sobre todo, a la acción que remueva barreras y garantice derechos. La discriminación que en EE UU se manifiesta desde hace 400 años, con el primer asentamiento de esclavizados en Jamestown (Suárez, 2020, párrafo 1º) sigue presente, pero invisibilizada en todos los continentes. En Suramérica, como dice Boaventura de Sousa Santos (2015, p. 17), “estamos en una década donde las luchas sociales van a necesitar mucha solidaridad internacional”, para saldar las deudas pendientes.

 

En Colombia, el 2020 es la antesala de la conmemoración del trigésimo aniversario de la Carta Constitucional de 1991. Serán 30 años de la vigencia formal de un pacto social inspirado inicialmente en principios democráticos, pluralistas y participativos. Nótese que los afrocolombianos solo fueron reconocidos como ciudadanos y sujetos de derechos, en un artículo transitorio (55) y después de muchos actos de resistencia y movilización, tal como le sucedió a los afroamericanos.

 

La Carta de 1991, como la Declaración Universal de Derechos Humanos, ha recibido exuberantes calificativos. Se concibió como una brújula que orientaría una transformación profunda de la sociedad colombiana y un instrumento que contribuiría a superar la página de la “homogenización” al instaurar principios, valores y derechos de sociedades liberales como la dignidad, la no discriminación, la igualdad, la diversidad y, entre otros, el derecho a la identidad étnica y cultural (art. 7º).

 

Todo lo anterior me lleva a recordar la pregunta de un niño inquieto en un pueblo lejano de las urbes de Colombia cuando conoció en vivo y en directo, por primera vez, a una abogada presentada ante él como “la doctora”, denominación que aumentó su curiosidad al punto de preguntarle ¿Usted es doctora? Si usted es doctora-abogada, ¿qué curan los abogados? En el contexto actual, ¿qué se preguntarían los grupos, comunidades, poblaciones e individuos que continúan siendo discriminados, marginados y excluidos? ¿Qué se preguntarán los Estados? En Colombia, ¿qué se preguntarían los grupos y pueblos étnicos en la vigencia de este nuevo orden jurídico?

 

Sin duda, al igual que este niño inquieto, seguramente surgirán muchos cuestionamientos producto de los elocuentes reconocimientos y de las promesas de igualdad, no discriminación y legalidad consagrados tanto en disposiciones nacionales como internacionales: ¿qué ha curado el sistema normativo de protección y defensa de los derechos humanos? En nuestro país, ¿que ha curado la Constitución de 1991 en el reconocimiento y la garantía de los derechos de los grupos étnicos?

 

Es innegable que el mundo inició el cambio de paradigma con la positivización de instrumentos normativos que llevaron a reconocimientos formales de derechos. En el ámbito local, este cambio de paradigma abrió las puertas para conocer, aceptar y comprender que los grupos étnicos, en especial los que no figuraban en el imaginario de la sociedad e institucionalidad colombiana como las comunidades negras, palenqueras y raizales y los pueblos Rom o gitanos, también son sujetos de derechos que continúan esperando la materialización de las promesas de dignidad, igualdad, no discriminación y legalidad.

 

¡La cura sigue pendiente y el año espejo nos lo recuerda!

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