24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 19 horas | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

ODR y digitalización de la justicia

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Nicolás Parra Herrera

@nicolasparrah

 

El giro hacia la digitalización de la justicia y la tecnologización de los métodos alternativos (o apropiados) de resolución de controversias ha tenido un auge particularmente acentuado desde el inicio de la pandemia. Si bien en los noventa surgieron las primeras conceptualizaciones y experimentos de justicia digital y métodos de resolución de controversias en línea (ODR), fue con la introducción del concepto “la cuarta parte”, elaborado por Ethan Katsh y Janet Rifkin, que las preguntas en torno a la digitalización de los procesos judiciales y extrajudiciales se volvieron más necesarias. Sin embargo, solo hasta el año pasado, la conversación se globalizó, se amplificó y se tradujo en reformas y nuevas propuestas institucionales.

 

De acuerdo con Katsh y Rifkin, la “cuarta parte” es una metáfora que hace referencia a las tecnologías de la información y las comunicaciones como una parte adicional en los procesos de resolución de controversias. Se diferencia, así, de los disputantes (parte uno y dos) y del conciliador, mediador o adjudicador (parte tres). La cuarta parte puede asistir los procesos de administración o resolución de controversias o tomar decisiones total o parcialmente frente a la disputa. En otras palabras, la tecnología puede asistir en los controversias de múltiples formas: desde enviar notificaciones, administrar documentos en el proceso y agendar el calendario procesal, hasta identificar normativa o precedentes relevantes o guiar a las partes en procesos de negociación virtual para identificar sus intereses (qué quieren las partes), valores de reserva (qué es lo mínimo que están dispuestos a recibir) y verificar si existe lo que en teorías de negociación se conoce como “Zopa” (zona de posible acuerdo).

 

La narrativa que promueven los adeptos de los ODR y de la justicia digital suele ser superlativa. Muchos sostienen que ellos permitirán que se resuelvan más controversias, a menor precio, con mayor satisfacción para las partes, no solo porque es más económico, o porque ahorrarán tiempo al no tener que desplazarse, sino también por mitigar el desgaste emocional que sale a flote en los conflictos presenciales. Esta retórica triunfalista es cada vez más notoria. Recientemente, en Annual Review of Law and Social Science (2020), Colin Rule, uno de los pioneros de ODR y creador del sistema de resolución de controversias de EBay, sostuvo que en una o dos generaciones se mirará hacia atrás a la justicia administrada por seres humanos como sesgada y con operaciones aleatorias. Añadió, además, que con el emparejamiento de los ODR con blockchain, smart contracts y machine learning, entre otras tecnologías de punta, traerá iniciativas inimaginables hoy en día. (No lo sé: mi búho de Minerva todavía no quiere volar o no puede). Esta visión es seductora y peligrosa. La tecnología como la materialización e incrustación de ideas en elementos materiales se ha percibido como la respuesta a muchos problemas públicos, entre ellos, la administración de la justicia y la resolución de controversias.

 

Justamente por las promesas anteriores, uno intuiría que el Ministerio de Justicia junto con otras entidades públicas inició el “Programa para la transformación digital de la justicia en Colombia”, para lograr con esto “efectividad, eficiencia y transparencia” del sistema judicial para ajustarlo a estándares tecnológicos internacionales, aumentar el acceso a la información de los procesos judiciales y, en general, robustecer los servicios digitales y de tecnología para el sector justicia. Proyecto para el cual se contará un crédito público externo de cien millones de dólares.

 

Casi un año antes del lanzamiento de este programa, Fedesarrollo publicó un informe de Manuel José Cepeda y Guillermo Otálora titulado la Modernización de la administración de justicia a través de la inteligencia artificial, en el que recomiendan, por ejemplo, implementar el expediente digital como insumo para la recolección de datos masivos para desplegar algoritmos que administren y generen conocimiento a partir de ellos. También sugirieron iniciar con experimentación de soluciones de inteligencia artificial en contextos específicos y acotados para luego escalar sus soluciones creando procesos de transición y aprendizaje. Así mismo, propusieron la creación de una institución que acompañe, revise e itere estas aplicaciones de inteligencia artificial. Y, finalmente, quizás más importante, mencionaron la creación de una política de inteligencia artificial que comprenda una reflexión profunda sobre los riesgos éticos e institucionales de estas aplicaciones.

 

Estas propuestas, a primera vista atinadas y cautelosas, atisban, pese a su optimismo visible en la digitalización de la justicia y los ODR, algunos puntos que deben ser resaltados para repensar el alcance y el futuro rol de “la cuarta parte” en procesos judiciales o extrajudiciales.

 

En primer lugar, está el problema de la “prevención”. La cuarta ola de los ODR está orientada a pasar de la resolución de controversias a la prevención de controversias utilizando big data y tecnologías de procesamiento de la información masiva. Este giro hacia la prevención trae problemas éticos sobre atribución de responsabilidades (previo al acto), estándares para identificar cuándo un conflicto “x” debe ser prevenido antes de su ocurrencia y cuándo no, o la dificultad de comprender la justificación de una decisión frente a un conflicto específico por estar cubierta de lenguajes técnicos de programación. En segundo lugar, está el problema de la pedagogía. Aumentar los inputs en el sistema de justicia no siempre traerá mayor eficiencia. Para ello, deben existir capacitaciones a los operadores y usuarios, así como discusiones sobre la conveniencia o no de ajustar el currículo de la carrera para que los futuros abogados manejen otros vocabularios y adopten nuevas mentalidades ajustadas a cómo funcionarán esas “otras puertas”. Finalmente, está el problema de la brecha digital: podemos “crear más puertas” con la digitalización de la justicia, pero si no hay cómo llegar a ellas, posiblemente aumentarán la desigualdad frente al acceso a la justicia. El giro hacia la digitalización y tecnologización debe emparentarse con reflexiones éticas y de costos potenciales.

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