24 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 1 día | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Al Margen

‘Los que se marchan de Omelas’

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Juan Manuel Camargo G.

 

En la veta inagotable de utopías y distopías hay una poco conocida: el cuento Los que se marchan de Omelas, de la escritora Úrsula K. Le Guin. Les arruino la historia, que, de todas formas, vale la pena leer.

 

Omelas es una ciudad opulenta, bella, “cuyas torres dominan el mar”. Sus habitantes son felices, por causas que la autora nos da la libertad de imaginar: porque se entregan al sexo o se sumergen en el deleite de una droga no adictiva o porque tienen “calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado”. Los detalles poco importan: la gente disfruta su vida. Pero todos saben que, en un calabozo, hay un niño, de unos 10 años, sometido a vejaciones, hambre y golpes. Sin embargo, nadie intenta liberarlo, porque “todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño”.

 

Solo unos cuantos no pueden soportar esa ignominia. “Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas”. Ellos son los que dan el título al cuento. Son los que se marchan de Omelas.

 

Omelas existe, siempre ha existido, podría decirse que es la única clase de sociedad que la humanidad ha conocido. El mito del contrato social es engañoso, pero útil para entender ese sentimiento de aceptación o de rechazo que los ciudadanos sienten hacia la sociedad en la que viven. La única protesta que propone el cuento es marcharse de Omelas, lo que implica renunciar a la felicidad, pero, en un sentido más profundo, renunciar también a un contrato social que se juzga inaceptable. Es una protesta callada e individual. Pero hay otra opción, que el cuento descarta como imposible: que los habitantes de Omelas renuncien a su felicidad y liberen al niño. Vivir en una ciudad más triste, menos pudiente, pero sin un niño torturado en un calabozo. La tranquilidad de conciencia, a cambio de un menor bienestar material. Es un tipo de contrato social concebible, pero el cuento abunda en razones para descartarlo. Si fuera liberado, nos dice el narrador, el niño no sacaría mucho provecho de su libertad. Está demasiado idiotizado y degradado para sentir una alegría real. Se llega al extremo de defender su aflicción: “De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado, sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los cuales sentarse”.

 

Es fácil hacer la analogía entre el niño encerrado en un calabozo y las masas humildes, a las que con frecuencia se llama oprimidas. Pero también podemos imaginar que el niño en el calabozo simboliza otras cosas, como, por ejemplo, la naturaleza exhausta, torturada y masacrada para sostener la codicia humana. En todo caso, el niño en el calabozo simboliza el precio que debe pagar una sociedad a cambio de su esplendor. Las preguntas son: ¿cuál es el precio que pagamos por nuestra prosperidad? Más importante: ¿es un precio horrible? Y, si es un precio horrible, ¿preferimos pagarlo a renunciar a nuestro estilo de vida?

 

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