15 de Agosto de 2024 /
Actualizado hace 48 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Los errores, la vida y enseñar el Derecho

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Jorge González Jácome

Profesor asociado Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes

Luego de que terminé de leerlo me entró la sensación de que tenía una memoria falsa, un recuerdo fabricado que me decía que en mi adolescencia había leído El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. Creí que mi profesora de inglés nos lo había puesto a leer y yo tenía la idea de que era una bella historia sobre cómo lidiamos con la nostalgia de la adolescencia que solemos cargar los adultos. Ahora que mi hija mayor se acerca a esos años, pensé, podemos leerlo juntos y aprender a enfrentar con cierto lirismo la adolescencia. Lo compré en la reciente Feria del Libro de Bogotá y me puse a “releerlo” con el miedo de que la historia ya no tuviera sentido para un hombre en sus cuarentas. 

El libro no podía ser más lejano al recuerdo que yo tenía. Un adolescente de 16 años ha sido expulsado nuevamente del colegio y decide escaparse del mismo antes de que termine el año escolar y, sin que sepan sus padres, deambular por una Nueva York de posguerra. Su rabia, sus inseguridades, sus tristezas y sus frustraciones salen a flote mientras interactúa con viejos conocidos, vagabundos, prostitutas y otros seres complejos de la ciudad. La fantasía de que leería este libro pronto con mis hijos va a tener que esperar. Confieso que seguí leyendo y no lo dejé apilado en los libros abandonados por pura terquedad: porque esperaba encontrar una parte que reconectara con el supuesto recuerdo de una historia que me había ayudado a ver con tranquilidad el paso del tiempo. Pero nunca la encontré a pesar de haber llegado al punto final.

Terminé el libro, pero no lo pude soltar –ni física ni mentalmente–. Hace unos días me acompañó durante las cuatro horas que tardé en renovar la licencia de conducción, en las largas esperas para hacerme unos cortos exámenes médicos y sicológicos. Revisaba los diálogos subrayados buscando recuperar alguna nitidez de mi recuerdo cuando escuché que llamaban mi nombre para finalizar los trámites. Lo oí claramente y caminé hasta la oficina donde debían entregarme el certificado con el “permiso de salida”. La mujer detrás del escritorio me preguntó qué se me ofrecía, y le dije que habían llamado mi nombre. Me respondió que ella no había llamado a nadie y que, por favor, me sentara hasta “nuevo” llamado.

Y sentándome de nuevo, con un libro que evocaba un recuerdo falso y el convencimiento de que ella sí me había llamado, me resigné a pensar cómo buena parte de la interpretación de nuestra propia vida, de la cotidianidad, del pasado y de la esperanza del futuro, se basa en errores. De hecho, el título del libro que tenía en mis manos era fruto del error del protagonista al recordar sin precisión las palabras de un poema que parecían ser el único destello que le daba cierto sentido a su vida.

En una de las escenas más bellas del libro, el protagonista, Holden, habla con su hermana menor, Phoebe, a quien adora sobre todas las personas del mundo. Y ella lo cuestiona diciéndole que no entiende por qué se queja por todo y maldice cada dos palabras, como si nada en el mundo le gustara. ¿Qué te gusta en el mundo?, le pregunta. Holden se demora en contestar, pero finalmente dice que hay una canción que le encanta: “si un cuerpo atrapa a un cuerpo cuando van [por los campos de] centeno”. Phoebe le responde que eso es un poema, no una canción, y que eso no es lo que dice. Señala: “Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo”. Holden no le presta mucha atención a la corrección y confiesa que creía que decía “atrapa” y que en todo caso lo que a él le gustaría ser es un guardián que está al borde de un precipicio frente a un campo de centeno lleno de niños. Él lo que quiere hacer es atrapar y salvar a los niños que se quieren ir de la inocencia y tranquilidad de la niñez hacia el abismo. Él quiere ser el guardián (catcher) entre el centeno.

Por malentendidos como estos, encuentro cada vez más difícil enseñar, sobre todo una materia como teoría jurídica, en la que se supone que debo corregir las malas lecturas que hacen los estudiantes y normalizar su comprensión de unos textos que son claves para estructurar su pensamiento como abogados. Al menos esa es la idea. “Eso no es lo que dice Kelsen, esa no es la idea de Nino, esa no es la tesis precisa de MacKinnon”. Esas son mis correcciones que les bajan puntos en sus notas. Pero hay algo que nunca podré saber y es qué resultará más útil en sus vidas: si la lectura correcta que les quiero y debo imponer o los errores en los que insistirán y que quizás les permitirán tramitar algo más profundo en su vida, como mi recuerdo falso de El guardián entre el centeno y la mala lectura que Holden hace de un poema.

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