Literatura infantil
Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah
En menos de un mes nacerá mi primer hijo. Hace alrededor de siete meses me enteré de que seré padre y hace más o menos cinco traté de leer mis primeros libros sobre paternidad. El impulso, supongo, es apenas natural. Así como San Agustín decía que sabía qué era el tiempo hasta que se lo preguntaban, uno sabe qué es la paternidad hasta que es convocado a adoptar ese rol. Mi instinto, por supuesto desastroso, fue acudir a los libros recomendados por amigos y familiares para encontrar una respuesta, como si se tratara de una guía de los sitios que uno debe visitar en una nueva ciudad. No seguir esas recomendaciones, nos insisten, es lo mismo que no viajar. Así entré en esa nueva rama de la autoayuda que promete desarrollar los hábitos para ser un papá feliz siguiendo las reglas ahí descritas en detalle.
Esta ecuación de paternidad y felicidad es, paradójicamente, lo primero que se encargan de derrumbar los propios libros y otros padres. “Los primeros tres meses son difíciles, luego todo mejora”, dice uno. O mi favorita de unos de los libros: “los bebés son naturalmente tiernos para hacernos olvidar el cansancio, falta de sueño y desorden emocional al que nos somete su cuidado”. Los libros, entonces, prometen reglas canónicas de la crianza, pero, en realidad, lo que traen es la destilación máxima del sentido común (o el sinsentido): “A los bebés no les gustan las sorpresas”, dice uno de ellos, “sus delicados sistemas funcionan mejor cuando comen, duermen y juegan a la misma hora”. Otros adornan sus reglas con acrónimos para capturar las reglas que promueven. Está, por ejemplo, EASY (fácil, en inglés), donde cada letra es una palabra, cada palabra un capítulo y cada capítulo una constitución reglada: comer (Eating), actividad (Activity), dormir (Sleeping), y tú (You). El tedio que produce leer estos libros es indescriptible, y el resultado, la misma ignorancia inicial.
En este mar de nimiedades llegaron a mi salvación dos libros a través de quienes menos lo esperaba: amigos que nunca han sido padres. El primero es Las pequeñas virtudes de la italiana Natalia Ginzburg y el segundo Literatura infantil del chileno Alejandro Zambra. Dejé así el género de la autoayuda paternofilial por la literatura y el ensayo autobiográfico. Ahí descubrí unas lecciones que, aún sin saber si me servirán, empacaré en mi morral para recordarme de dónde vengo y a dónde voy.
Ginzburg sostiene que, como padres, nos concentramos en cultivar virtudes que envuelven a los hijos en la zona de confort y los alejan del riesgo y la grandeza de ser un mensch. El antídoto, dice ella, es enseñarles, no las pequeñas virtudes, sino las grandes virtudes. En otras palabras, explica Ginzburg, no hay que enseñar la pequeña virtud del ahorro, sino la generosidad; no hay que enseñar la prudencia, sino el coraje. Y uno puede ajustar su lista: no hay que enseñar el decoro, sino la honestidad. No la vergüenza, sino la autenticidad. No la certeza, sí la curiosidad. La educación de los hijos, así entendida, no es un manual de instrucciones, sino un clima en el que, como los árboles, se cultivan las virtudes y los sentimientos para que luego ellos, con sus ramas, generen las sombras y resguardos en los lugares que consideren pertinentes.
La otra enseñanza de Ginzburg es arrolladora: enseñamos a nuestros hijos todo lo que sabemos con la esperanza de que en un futuro no se parezcan a nosotros, pues conocemos lo suficiente nuestras fallas como para verlas reflejadas en quienes nos auguran un nuevo comienzo. Más que un espejo, diría Ginzburg, los padres somos un trampolín desde el cual ellos darán el salto al mundo, a creer en los demás de la misma forma en la que alguna vez se lanzaron hacia nosotros para cuidarlos y quererlos sin remedio o condición. Si algo me queda claro de leer a Ginzburg es que me aferraré a un papelito en ese territorio desconocido que diga: “nuestros hijos no nos pertenecen; nosotros les pertenecemos a ellos”.
Luego pasé al nuevo y bellísimo libro de Zambra, Literatura infantil, que, además de apeñuscada sabiduría, contiene referencias a cuentos infantiles fabulosos como el libro de Werner Holzwarth sobre el topo que investiga quién se le hizo encima. Va de aquí para allá preguntándoles a las palomas, a las vacas y a otros animales quién es el responsable de tal desatino. Y solo las moscas, expertas en la materia, les resuelven el misterio. Zambra lo dice todo en ese libro, al menos todo lo que yo quiero saber en este punto. “Lloras y aparezco yo. Qué estafa”, escribe. “Quizás nuestros padres se tomaron demasiado en serio estos primeros rechazos. No me prefieres, pero te acostumbras a mi compañía”. Y supongo que así será: acostumbrarse a la compañía por encima de cualquier cosa, porque los padres tenemos, como insiste Zambra, un último deseo: que nos escojan como padres. Que así como algunos dicen mi padre fue mi hermano mayor, mi tío, mi padrastro o mi abuelo, nuestros hijos digan: “mi padre fue mi verdadero padre”.
Prefiero estas cartas náuticas que me anticipan, siguiendo a Zambra, que cuando uno tiene un hijo, uno vuelve a ser un hijo. Esta vez con un tiquete a una parte de la película de nuestra infancia que nos perdimos. Ellos traen, o así me lo han dicho, un futuro inmenso del que seremos un trampolín. Una costumbre. Una pérdida. Una sombra.
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