Lectura de rostros
Antonio Vélez
Al estudiar el comportamiento de niños ciegos y sordos, Irenäus Eibl-Eibesfeldt encontró que las expresiones faciales de la risa, el llanto y los gestos ante lo ácido son similares a las de los niños normales, de lo cual dedujo que esos tipos de conducta, dada la incomunicación visual y verbal de los sujetos, debe necesariamente haberse transmitido por caminos hereditarios.
La conducta de los recién nacidos brinda un ejemplo de algo determinado ciento por ciento por el genoma, ya que los pequeños no han tenido tiempo de aprender. Los bebés saben cómo se busca el pezón, conocen los movimientos de succión y deglución y la técnica para respirar en los momentos justos. Además, presentan el llamado “reflejo del mono”, que les permite agarrarse con fuerza a cualquier objeto prensil que se les acerque, y también saben llorar irritantemente cada vez que requieren algún cuidado. Más tarde, entre los 6 y los 8 meses, empiezan a mostrar temor y desconfianza frente a los mismos extraños que antes admitían sin recelo. Y todos los niños normales se comportan de forma parecida o, en otros términos, exhiben características universales, específicas de nuestra especie.
Se ha demostrado que, 10 minutos después de nacer, los niños ya se fijan más en diseños faciales normales que en dibujos anormales. Y pasados dos días, miran a su madre más que a otras mujeres desconocidas. La capacidad de los recién nacidos para reconocer rasgos de la cara va unida a su capacidad para enfocar a solo 20 cm de distancia, justo lo que los separa de la cara de la madre cuando esta los alimenta. Es destacable, también, la temprana manifestación del mecanismo requerido para reconocer que el pezón que ve es el mismo cuando está en su boca, lo cual significa que es capaz de transferir información de un sentido a otro y unificar los dos conceptos.
El llamado experimento de Fantz descubre la rapidez con que actúan las rutinas de reconocimiento de rostros. Mientras se filma la cara de un bebé, al tiempo que se le muestra un par de figuras, se observa que los pequeños prestan más atención a las que presentan aspecto de cara, aunque estén elaboradas con los mismos elementos. Esto demuestra que, para el bebé, la cara humana es un objeto de especial interés. Utilizando un test de atención, un investigador de la Universidad de Chicago corroboró los resultados de Fantz. Comprobó, así mismo, que el niño, desde el primer día de nacido, posee un conocimiento innato del rostro humano.
La importancia adaptativa de esta conducta, como medio de reconocer las caras de la madre y demás parientes próximos, nos induce a pensar en la existencia de una raíz biológica en ella. Hay también otro hecho que refuerza lo anterior: la parte temporal basal de los hemisferios cerebrales está encargada del reconocimiento de rostros. Por eso las lesiones allí producen una deficiencia conocida como prosopagnosia, cuyo síntoma principal es la incapacidad para reconocer rostros, aun el de personas muy próximas, aunque el pequeño sí sea capaz de reconocer otros objetos. El niño puede ver los detalles de la cara, pero no puede combinar la información en un todo coherente, y es capaz de diferenciar entre una persona gorda y una flaca, y sabe cuándo una figura es proporcionada, pero parece no sentir ninguna emoción estética. Para muchos pacientes dejan de existir rostros feos o bonitos. Se cuenta de un sujeto que perdió el gusto por la jardinería, su pasión de toda una vida, pues las flores dejaron de producirle placer estético.
Los bebés reconocen no solo los rostros, sino también su belleza o fealdad. Para demostrarlo, la sicóloga Judith Langlois recogió centenares de diapositivas de caras y pidió a varios adultos que las catalogaran según su atractivo. Quería comparar la reacción entre adultos y niños. Comprobó que al enseñarles las mismas diapositivas de caras a niños de entre 3 y 6 meses de edad se quedaban mirando durante más tiempo las caras que el grupo de adultos había catalogado como atractivas.
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