‘La tragedia de los comunes’
Juan Manuel Camargo G.
La tragedia de los comunes es el título de un artículo publicado en 1968, en la revista Science, por el ecólogo estadounidense James Garrett Hardin. Se trata de un texto clásico para los ambientalistas, lamentablemente desconocido en otros ámbitos.
El artículo recrea una situación hipotética, descrita inicialmente por un matemático de nombre William Forster Lloyd, en 1833. Imaginemos un campo que no tiene dueño y que, por tanto, es usado libremente por cualquier pastor que quiera llevar su rebaño a pastar en él. Mientras no se exceda un número límite de pastores y ovejas, todo irá bien. En cambio, si los pastores son muchos o son muy prósperos, la ambición acumulada de todos acabará por romper el equilibrio. Puesto que el campo proporciona alimento gratis, cada pastor querrá aumentar sus cabezas de ganado, porque así maximiza sus ganancias. Desde el punto de vista individual, es una decisión “racional”. Pero, si todos los pastores hacen lo mismo, con el tiempo acabarán por agotar el campo.
La tragedia radica en que el abuso del bien común es inevitable. Conociendo la naturaleza humana, no es de esperar que los pastores moderen su conducta y renuncien voluntariamente a aprovechar los recursos que el campo proporciona sin ningún costo. Como dice Hardin: “No se sabe si un hombre matando a un elefante o prendiéndole fuego a un pastizal está dañando a otros hasta que se conoce el sistema total dentro del que se incluye este acto”.
Se requiere tener conciencia sobre lo que sostiene un sistema para darse cuenta del efecto real de los actos aislados. Incluso si se logra esa conciencia, es probable que los agentes económicos no quieran renunciar a extraer beneficios del bien común. Como hemos vivido con el cambio climático, la primera defensa de quienes se aprovechan de los recursos comunes es negar la posibilidad de que estos se agoten. La segunda línea de defensa es esperar que otros hagan algo. La tercera, simplemente, es la desfachatez.
Elinor Ostrom fue una economista estadounidense, galardonada en el 2009 con el premio Nobel por sus estudios sobre gobierno económico, en especial de los bienes comunes. Ella defendió la idea de que los individuos que participan de la explotación de los recursos naturales pueden administrarlos de manera sostenible mediante contratos, sin que sea necesaria la intervención del Estado o la privatización de dichos recursos. Su obra El gobierno de los bienes comunes abunda en ejemplos exitosos, pero el panorama que desnuda me parece desolador. Por un lado, porque demuestra con hechos que la acción coercitiva de los Estados siempre es ineficiente y, a menudo, contraproducente. Por otro, porque deja en claro que los humanos somos capaces de llegar a acuerdos inteligentes, pero, lamentablemente, esa es la excepción y no la regla.
Años antes que Hardin, en 1954, Scott Gordon, un economista canadiense, expuso la misma problemática, tomando la pesca como ejemplo: “Parecería, entonces, que hay cierta verdad en la máxima conservadora según la cual la propiedad de todos es la propiedad de nadie (…). Los peces en el mar no tienen valor para el pescador, porque no hay ninguna garantía de que estarán esperándolo mañana si hoy los deja ahí”.
Hasta que llegue el momento en que no haya más peces para nadie.
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