Jueces, memoria y violencia
Jorge González Jácome
Profesor asociado de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes
Camino por el centro de Bogotá, desde el sur hacia el costado norte de la Plaza de Bolívar. No recuerdo de dónde vengo. Al frente, donde debería haber una construcción modernista de finales de los sesenta, solo hay una malla verde clara, alta, que cubre el trabajo de construcción que parece no avanzar. Es 1997 y estoy en mi primer año de Derecho. Me acerco y quiero darle la vuelta a la manzana cubierta por la malla. No recuerdo si lo hago. Debía ya verse la silueta del nuevo Palacio de Justicia a un año de su inauguración. Pero solo recuerdo la malla, un vacío, un escalofrío quizás.
Se me salió este recuerdo hace un par de semestres en una clase. Estábamos pensando en las teorías de la decisión judicial y luego de leer a los sospechosos de siempre –Hart, Dworkin, Alexy, Holmes, Kelsen, Kennedy, etc.– conversamos sobre sus descripciones del papel de los jueces. ¿También describen la forma como deciden nuestros jueces? Flota la duda en el salón. “La interpretación del derecho se juega en un campo de dolor y muerte”. Una frase de Robert Cover que hizo eco en algunos estudiantes y, por ello, dicen que para hacer teoría de la decisión judicial en Colombia hay que pensar la violencia. En esa conversación llegó el recuerdo y me esforcé en transmitirles la desazón de esos pasos por el centro en 1997, la sensación de ruina detrás de la malla verde. Debí decirles más.
Debí decirles que mi primer trabajo en una oficina de abogados cuando era estudiante consistía en recopilar sentencias de la Sección Tercera sobre responsabilidad extracontractual del Estado. El Consejo de Estado quedaba en un edificio sobre la carrera 9ª con calle 84, en Bogotá. Recuerdo que había una pequeña baranda en la que me paraba a revisar unos índices, creo que escritos a mano. Con más dotes de adivinador que con informada intuición anotaba el número de expediente del caso del cual quería sacar una copia. Se lo entregaba a alguien en la baranda y a los dos o tres días volvía por las fotocopias para leer el caso, resumirlo y luego entregar una ficha de jurisprudencia a mi jefe. Una alta corte perdida en el nororiente de Bogotá, en un edificio común y corriente, despachando con las uñas. La Corte Suprema despachaba desde un espacio parecido en la calle 27 sobre la carrera 7ª. Habían pasado 12 años de la Toma del Palacio de Justicia y las cortes aún estaban en edificios prestados, en oficinas oscuras que habían tenido que ser adaptadas para alojar a quienes se habían quedado sin casa.
¿Cómo entender el Derecho en un país en el que en sus altas cortes se realizó un combate entre el Ejército y la guerrilla? ¿Cómo entender el Derecho y las altas cortes que tardaron 12 años en volver a tener un hogar, como ya les había pasado después del 9 de abril? Leo con frecuencia los dos capítulos en los que Ricardo Silva Romero cuenta la historia de la Toma del Palacio de Justicia en su novela La historia oficial del amor. “Se quemaron como en el infierno los pasillos de madera que recuerdo”, dice. Y se quemaron además “las barandas, los expedientes, los percheros (…) las grapadoras, los abrehuecos, los portarretratos (…), las piernas, los brazos, las falanges, los pulmones, las vísceras, los ojos. Y ahora el Palacio de Justicia es una caja negra y rota que huele a madera y a caucho y a hombres y mujeres que quemaron vivos”. Les pido a mis estudiantes también que lean estas líneas y otras para que entiendan la intensidad de los recuerdos que aún me huelen a quemado, a pesar de que, en noviembre de 1985, yo estaba lejos de allí, a unas 100 cuadras.
Los afectos se remueven con este tipo de lecturas. En muchos autores que han abordado la teoría de la decisión judicial en otros contextos se vislumbra la experiencia nazi, la frustración de la revolución derrotada de los sesenta, la preocupación por la Gran Depresión. Esas teorías nacen de la entraña. Esta es una de las razones para volver a la literatura en el salón de clases. Es el medio de transporte para anular el espacio y el tiempo que nos separa de hechos que no vivimos. Porque quizás para pensar cómo hacer teoría jurídica y pensar la decisión judicial en Colombia, y no solo repetir lo que los teóricos de otros lugares dicen, es clave que nos pueda oler a quemado. No habrá una teoría jurídica local sin traer a la mesa aquello que remueve la entraña de una memoria colectiva. Aún hay un rescoldo de violencia, dolor y muerte en el país donde un presidente de la Corte y otros jueces y funcionarios debieron haber tenido el privilegio de morir de viejos.
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