El lastre de llamarse zona franca
Juan Manuel Camargo G.
Hasta el 2005, las zonas francas en Colombia eran bastante típicas: gozaban de exención total del impuesto sobre la renta y tenían que exportar prácticamente toda su producción. Cuando Colombia adhirió a la Organización Mundial del Comercio, el Gobierno de turno denunció tres instrumentos de promoción a las exportaciones, y Colombia fue obligada a desmontarlos antes del 2006. Los certificados de reembolso tributario fueron desactivados, el Plan Vallejo de maquinaria fue abolido, pero las zonas francas eran demasiado importantes para simplemente borrarlas del mapa. Se conservó la figura, por tanto, solo que eliminando su componente de promoción a las exportaciones. Después de la Ley 1004 del 2005, los usuarios industriales de zona franca pasaron a pagar el 15 % de impuesto sobre la renta (frente a una tarifa normal, entonces, del 33 %), pero dejaron de tener la obligación de exportar, y, de hecho, hoy, una empresa localizada en zona franca puede no tener operaciones de comercio exterior y destinar el total de su producción al mercado interno.
A pesar de esto, año tras año, Gobierno tras Gobierno, se tiende a medir a las zonas francas en función de sus exportaciones. El nombre pesa demasiado y prevalece sobre la realidad jurídica. Si se llamaran de otro modo, quizás la gente aceptaría que un grupo de empresas pague una tarifa preferencial de renta y no tenga que exportar. Y no existiría la tentación constante de castigarlas porque no exportan (que es algo que no tienen la obligación de hacer).
Así sucede (hasta la fecha en que se escribe este artículo) con el proyecto de la nueva reforma tributaria, en el que se ata la tarifa preferencial de renta a un “plan de internacionalización” (a crear por el Gobierno) y a un porcentaje máximo de ingresos obtenidos en el territorio aduanero nacional (es una impropiedad vincular el concepto de ingresos al territorio aduanero nacional, pero ese es otro tema).
Peor aún, el proyecto prevé que, si un usuario industrial no cumple ambos requerimientos por tres años consecutivos, perderá tal calidad y los beneficios de zona franca. La empresa podrá mantener su ubicación física dentro de la zona franca (lo que es un alivio, pero crea una disparidad acaso insostenible en el régimen aduanero de estas zonas), pero el proyecto ni siquiera contempla otra consecuencia trascendental: si un usuario industrial pierde el régimen franco, deberá nacionalizar, destruir o exportar todos sus equipos e inventarios que hayan entrado con régimen franco. Esta sola consecuencia es muy gravosa y tiene complejidades indescifrables. Está el costo, por supuesto. Pero, además, muchos de estos bienes serán usados y no es seguro que se puedan nacionalizar, por culpa de esos intrincados requisitos que distinguen a nuestra legislación aduanera.
Perder el régimen franco no será entonces solo una pena hacia el futuro y no será simplemente una consecuencia de no cumplir un recién estrenado plan de internacionalización. Tal cómo está concebido, la empresa que pierda el régimen franco va a ser sancionada por haber creído en el Estado, por haber entrado en el régimen franco cuando no se requería exportar y por haber invertido en lo que el Estado decía que quería incentivar. Pero nuestro Estado es vengativo. Quiere vengarse de estas empresas por haber aprovechado lo que el mismo Estado les ofreció.
Ojalá que este proyecto no sea aprobado así. Y, si es aprobado, ojalá la Corte Constitucional declare inconstitucional, al menos, la pérdida de la calidad de usuario de zona franca.
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