El ingreso básico universal (II): el fundamento
Juan Manuel Camargo G.
Hay tres corrientes principales cuando se trata de defender la idea de un ingreso básico universal (IBU):
La primera lo considera un dividendo en favor de los ciudadanos, al que tienen derecho por la explotación de los recursos estatales, propiedad de toda la nación. Es el caso del dividendo anual de Alaska, que mencioné en la columna pasada (ed. 618).
La segunda ve al IBU como la solución a la necesidad de proporcionar ingresos a las personas en épocas de desempleo crónico. Es la razón por la que el IBU cobró fuerza en el 2020. Ante el desempleo masivo y forzado provocado por la pandemia del covid-19, numerosos gobiernos en el planeta concedieron subsidios prolongados a sus ciudadanos, sin otro propósito que ayudarlos a sobrevivir. No se acaban de superar los efectos de esa crisis global cuando surge el temor de que la inteligencia artificial y la robotización acaben con millones de puestos de trabajo (300 millones, según Goldman Sachs). El impacto amenaza ser tan profundo y rápido que se tiene poca esperanza de que las economías sean capaces de generar suficientes empleos nuevos, por lo que no hay más remedio que considerar opciones que antes sonaban quiméricas.
Finalmente, hay muchos que consideran que el IBU es una forma más racional y eficiente de proveer asistencia social. Según esta última posición, en lugar de muchos programas de asistencia social –parciales, mal repartidos y dependientes del grado en que la gente los conozca y los aproveche–, es más lógico dar una suma de dinero igual para todos, confiando en que las personas sabrán aprovecharla del mejor modo.
En esta posición hay un principio sólido que no se debe demeritar y es que todos los ciudadanos son iguales, sin importar si son ricos o pobres, y eso es válido en las dos vías. Para un billonario, el IBU puede ser deleznable, mientras que, para un pobre, el IBU puede ser la diferencia entre la vida y la muerte. Pero ambos tienen igual derecho a recibir el IBU. Además de esa consideración filosófica, hay otras de orden práctico, aunque especulativas en cierta medida. Los subsidios para los sectores más vulnerables tienen el grave inconveniente de que se vuelven un factor que desestimula el progreso personal: habrá personas que no quieran salir de pobres para no perder el subsidio. Y, finalmente, en muchos países, los subsidios para determinados segmentos de la población están siendo utilizados por los gobiernos como una forma de comprar indirectamente el voto y mantener atado a un electorado necesitado. El IBU, en cambio, por ser universal, no está sujeto a la voluntad de ningún gobierno.
Naturalmente, el IBU también soporta poderosas críticas. Muchos argumentan que implementarlo a gran escala requeriría una cantidad exagerada de recursos, imposible de financiar. Algunos sostienen que las personas podrían perder el incentivo para trabajar o buscar empleo (aunque Guido Imbens, premio Nobel de Economía en el 2021, ha concluido que el IBU no cambiaría materialmente la cantidad de gente que querría trabajar). Quizás el reproche más atendido en la actualidad es que el IBU podría hacer incontrolable la inflación. Es, justamente, lo que vive Colombia y EE UU, como consecuencia de los subsidios por la pandemia. Pero miremos el caso de Argentina, en donde la inflación se desbocó, en parte, por la abundancia de subsidios. El asunto es, sin duda complejo, pero están pululando los ensayos, y a ellos dedicaré la siguiente columna.
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