El fin involuntario de un sistema en crisis
Jesús Agreda Rudenko
Profesor de la Facultad de Estudios Internacionales, Políticos y Urbanos de la Universidad del Rosario
Llegada la década de los ochenta, la Unión Soviética, el objeto de admiración y el modelo por seguir de los movimientos socialistas en el mundo, estaba en serios problemas. Sin embargo, la situación más grave se evidenciaba en el sector económico que visibilizaba las dificultades del sistema de planificación centralizado, bajo el control de un partido reacio a reformas y un estricto control político.
Terminada la bonanza petrolera de la década pasada, se hizo imposible seguir manteniendo los niveles de importación de antes, lo que evidenció, de manera clara, las falencias de una industria soviética, descuidada y necesitada de inversión por años para su modernización. Pero, además, los gastos seguían acumulándose, ya sea por las malas cosechas que desde finales de los setenta obligaban al país a comprar alimentos, por enormes niveles de gasto social o por los compromisos políticos y militares de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), que drenaban al sistema de los recursos que no terminaban reinvirtiéndose en el sector productivo. Paralelamente, los miembros del partido comunista, quienes no podían mostrar altos niveles de liderazgo, para no generar sospechas sobre su compromiso con la causa, estaban imposibilitados para ofrecer soluciones novedosas, haciendo que el problema se agravara cada día más.
En este contexto, y a la luz de una urgente necesidad de cambio que los miembros más antiguos del aparato estatal, como Andropov o Chernenko, simplemente no podían ofrecer, el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) se arriesgó nombrando a un nuevo líder más dinámico y joven que, a pesar de su incuestionable compromiso con la causa, encabezara un cambio significativo para mantener las estructuras construidas con la revolución de 1917.
Así, en 1985, llegó al poder Mijaíl Gorbachov, quien lideró un esfuerzo gigantesco por reformar un sistema que desde su concepción tenía problemas estructurales graves y que se había descuidado por décadas, pero quien terminaría fracasando en su odisea, poniendo fin a la Guerra Fría.
Para mantener a flote la economía, la perestroika buscaría darle mayor autonomía al sector productivo para que este pudiera reinvertir en su propia modernización y competitividad sin depender directamente del control gubernamental. Esto debía estar acompañado de medidas para liberalizar el mercado y empezar a reintroducir dinámicas capitalistas que no se habían visto en el país desde la implementación de la Nueva Política Económica de Lenin de los años veinte, pero que permitiría redistribuir mejor los escasos recursos y activaría las fuerzas necesarias para generar mayor eficiencia.
Lo anterior reducía, de manera significativa, el capital disponible del Gobierno y obligaba a recortar gastos en los diferentes compromisos adquiridos de la URSS y, sobre todo, a limitar significativamente la costosa competencia con el capitalismo, reducir el apoyo militar y económico a los movimientos revolucionarios y regímenes aliados, y retirar la presencia militar directa de la URSS en esos territorios. Todo esto, fuera de poner fin a la Guerra Fría de manera implícita, golpearía fuertemente la imagen de líder y de aliado incondicional que se había cultivado por décadas y, como consecuencia, generaba una fuerte oposición de las líneas más conservadoras del partido.
Por esta misma razón, y de manera paralela, fue necesario reformar la estructura política, permitir la participación de nuevas fuerzas y debilitar el partido comunista en el proceso (sin buscar eliminarlo, pero haciéndolo más legítimo ante los ojos de la población), lo que, en últimas, permitiría una mayor libertad de acción al premier soviético, quien ahora sería el presidente de la URSS, tanto a nivel doméstico como internacional. Sin embargo, lo que estaba planeado para revivir al PCUS y al modelo socialista, se percibió como una clara oportunidad de transformación y un disparo de salida para las fuerzas sociales de cambio, tanto en la URSS, como en toda la zona de influencia soviética, proceso que solo podría ser detenido realmente con una férrea represión y un aberrante baño de sangre, como quedó demostrado en Tiananmen.
Todo lo anterior resume el esfuerzo de Gorbachov, un proceso de modernización económica que obligaba a una revisión de los compromisos político-militares y una retirada de los escenarios internacionales de la URSS (lo que se convierte en el fin de la Guerra Fría), una mayor democratización del modelo, esperando que el sistema socialista se reforzara, pero, sobre todo, una decisión responsable de no utilizar la fuerza. De esta manera, un proceso de modernización generalizado que se le salió de las manos a su responsable dio paso a un cambio de régimen, aprovechado por fuerzas políticas ambiciosas que lo dejaron sin trabajo y que convirtieron a un Estado en 15.
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