Mirada Global
Los neopuritanos y la cultura de la cancelación
Daniel Raisbeck
No muchos de los turistas que caminan al frente de la emblemática estatua ecuestre del emperador Marco Aurelio en la Piazza del Campidoglio de Roma -una copia de la original, situada en el Museo Capitolino desde 1981- conocen la razón por la cual dicho monumento se preservó desde la antigüedad. Dada la errónea identificación del hombre sobre el caballo como Constantino, el primer emperador cristiano, la estatua de bronce sobrevivió la sistemática fundición de símbolos paganos durante la antigüedad tardía.
Los cristianos que hicieron lo posible por borrar todo recuerdo del paganismo adoptaron, en parte, una tradición romana. Tras usurpar el poder, era común que un emperador ordenara la damnatio memoriae (condena de la memoria) de su predecesor, lo cual implicaba la destrucción de sus estatuas, bustos e inscripciones que mencionaran su nombre.
No es sino leer la inscripción sobre el arco triunfal de Septimio Severo en el Foro Romano, el cual celebra la victoria del emperador sobre el Imperio Parto, para notar la ausencia de cualquier mención a Geta, su segundo hijo y partícipe en la guerra. La razón es que, en el año 211 d. C., el primogénito Caracalla asesinó a su hermano, con quien debía cogobernar el imperio, antes de ordenar la eliminación de su memoria a través del mundo romano.
En las últimas semanas, ha regresado la intencionada destrucción de estatuas, monumentos e inscripciones a través de Occidente. En Washington, Londres y Amberes -entre muchas otras ciudades-, turbas de manifestantes han derrumbado o ultrajado monumentos a Cristóbal Colón, Winston Churchill y otras figuras históricas que, según su punto de vista, son inaceptables por su asociación con el colonialismo o la esclavitud.
Parece no habérseles ocurrido a los derribadores de estatuas contemporáneos -ni a las autoridades permisivas hacia ellos- que la manera apropiada de ventilar sus objeciones no es el vandalismo o lo que Ortega y Gasset llamó la acción directa, sino a través de las instancias legítimas, como las cortes o los concejos municipales. Ni hablar de la reflexión de que es un sinsentido juzgar y condenar a épocas muy anteriores históricamente según los parámetros morales del presente.
Lejos de ser una reacción espontánea al reprochable asesinato de George Floyd en manos de la policía de Mineápolis, hay un ataque coordinado contra la herencia cultural de Occidente; inclusive hay una iniciativa para desmantelar el Monumento a Thomas Jefferson, en Washington, el cual rinde homenaje al Panteón romano y al palladianismo. El fanatismo iconoclasta ha revivido, y detrás de ello hay un movimiento que vino a dominar la academia estadounidense.
Durante años, han proliferado los “espacios seguros” en las universidades norteamericanas, lugares donde los estudiantes se pueden aislar de cualquier idea, concepto o “micro-agresión” que ofenda sus nociones preconcebidas de “política identitaria”, por ejemplo, la declaración de que “solo hay una raza: la raza humana”.
El escritor británico Brendan O’Neill comenta que, hoy, los activistas radicales universitarios no le permitirían a Martin Luther King Jr. argumentar que cada hombre debe ser juzgado según su carácter, afirmación que niega la teoría de que el factor que define a cada persona es su raza, color de piel, género y otras características superficiales y heredadas que, según un punto de vista maniqueo, dividen a la población mundial entre opresores y oprimidos.
Quien se atreva a cuestionar esta ideología se enfrentará a los “arqueólogos de la indignación”, supuestos progresistas que demuestran su intolerancia al “cancelar” o silenciar a quien se aparta de su ortodoxia, frecuentemente al acabar sus carreras profesionales tras sostenidos ataques en las redes sociales. La “cultura de la cancelación” es, en efecto, la versión actual de la damnatio memoriae. Como escribe Douglas Murray, esta parte de instintos totalitarios que buscan eliminar la cultura democrática del debate racional, abierto y tolerante.
Aunque la cultura de la cancelación ha sido exportada a través del mundo, sus orígenes son anglosajones. Varios comentaristas han sugerido que el puritanismo anglo-americano se encuentra en la raíz del fenómeno “woke”, un término argot que, según el diccionario Merriam-Webster, significa “consciente y activamente atento a… los asuntos de la justicia racial y social”. La periodista Antonina Cupe escribe que “woke” es “un término que define a alguien con un nivel de conciencia social propio de un millenial que se precie”. Pero C.C. Pecknold, profesor de la Universidad Católica de América, argumenta que cuando la versión millenial del puritanismo deja atrás la caridad cristiana, “solo queda el brutal avergonzamiento del grupo marginal para preservar la pureza de la cohesión interna”.
Una buena noticia es que, inclusive cuando los extremistas puritanos son exitosos, su imperio es tan agobiante que suele desencadenar la rebelión. La victoria puritana en la Guerra Civil Inglesa condujo, tras solo 10 años, a la restauración en 1660 del Rey Carlos II, el muy popular gobernante conocido como “el alegre monarca” por causa del hedonismo de su corte.
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