27 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 39 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Etcétera

Doxa y Logos

Los magos

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Nicolás Parra Herrera

@nicolasparrah

 

Justo después de la Primera Guerra Mundial y con una anticipación trepidante del giro que daría el mundo con el nombramiento de Adolf Hitler como canciller en Alemania, entre 1919 y 1929, ocurrió lo que el filósofo Wolfram Eilenberger llamó “el tiempo de los magos”. Los magos a los que se refiere Eilenberger no eran los que ejecutan trucos para entretener a su audiencia, sino los que logran aproximarse a la realidad con una herramienta que simultáneamente la revela y la oculta: la filosofía. En su libro El tiempo de los magos: Wittgenstein, Benjamin, Cassirer, Heidegger y la década que reinventó la filosofía, traducido el año pasado del alemán al inglés, Eilenberger narra la historia de las vidas turbulentas de estos cuatro magos de la filosofía, quienes desde distintas orillas repensaron su futuro y, sin darse cuenta, el rumbo del mundo que habitaban.

 

Escribir un libro sobre cuatro filósofos tan diversos, e incluso antagónicos, y encontrar un hilo común que los agrupe es una de las virtudes de Eilenberger. Ese hilo común es la obsesión por el lenguaje que atravesaba los textos de estos teutones. Entender qué ocurrió en el mundo de las ideas en Alemania entre la primera y segunda guerra genera varias preguntas: ¿qué impacto tuvo la filosofía en el surgimiento del nazismo? ¿Qué alerta se anticipaba en la filosofía de las tragedias y el exterminio que acecharían a la humanidad? ¿Qué conexión tiene, si hay alguna, la obsesión por el lenguaje como reflejo, forma de expresión, hábitat de nuestra existencia o conglomeración de signos que crea realidades? Pero, sobre todo, había una pregunta que los obsesionaba particularmente: ¿qué significa existir o ser un ser humano? Y quizás la mejor respuesta a estas preguntas, como lo sugiere Eilenberger, es ser testigo de las vidas de estos magos. El libro de Eilenberger descifra y entreteje las vidas de estos filósofos con sus enigmáticas propuestas teóricas.

 

Wittgenstein era uno de los pensadores más excéntricos y fascinantes. Su biografía parece una novela escrita a cuatro manos por Tolstoi y Dickens. A pesar de ser heredero de una de las familias más adineradas de Viena, cedió toda su riqueza a sus hermanos. Peleó en la primera guerra, en las primeras filas de combate, porque quería ver la muerte de cerca y entender así el valor de la vida. Dejó sus estudios doctorales en Cambridge, bajo la dirección de Bertrand Russell, para enseñar en un colegio de primaria en los Alpes austriacos. Y estudió el lenguaje para encontrar la estructura lógica del mundo. Según su único libro publicado en vida, el Tractatus logico-philosophicus, el lenguaje debía analizarse en sus componentes básicos, los cuales reflejaban, a partir de su relacionamiento, la estructura de la realidad. Su interés estaba motivado por trazar una línea entre lo que se puede decir con sentido y lo que no se puede decir, dejando en este último campo a la ética y los juicios de valor que no podían ser confirmados por los hechos.

 

Del otro lado estaban los “enemigos”, si se quiere, Ernst Cassirer, rector de la Universidad de Hamburgo, y Martin Heidegger, el filósofo existencialista vituperado por muchos como el filósofo del nacionalsocialismo, quienes tuvieron su batalla en el famoso debate en Davos. Cassirer veía en los seres humanos animales que crean y descifran signos. Estos signos constituyen mundos como el de la ciencia, el arte y las matemáticas. Y son estos signos los que permiten cuestionar el lugar de los seres humanos en el mundo, los que crean las expresiones culturales para darle sentido al mundo. Detrás de estos signos hay una estructura compartida y abstracta que agrupa todo. Heidegger, en cambio, pensaba que esas expresiones culturales eran evasiones de una realidad más profunda. Él veía en la ansiedad producida por el reconocimiento de que la vida es finita el rasgo característico de lo humano y el inicio de la difícil tarea de alcanzar una vida auténtica. “Hay que abrirnos a lo que nos rodea y ver el abismo de nuestra finitud”, era su invitación. Para Eilenberger, aquí ya se advertía una diferencia en lo que debía ser el proyecto existencial (¿y político?) de lo humano. Por un lado, la idea de que todos somos iguales, de que existe una estructura compartida en la multiplicidad de signos que articulan las formas culturales y, por tanto, de que debemos orientarnos hacia el pluralismo, como lo profesaba Cassirer. Y, por otro, la lucha en contra de la pérdida de la identidad y la búsqueda de un nuevo comienzo auténtico que rompiera con la tradición y que abriera paso al triunfo del individuo por encima de las masas y convenciones a lo Heidegger.

 

Entre estos tres filósofos, Eilenberger también sigue la vida de Walter Benjamin, cuya obsesión también era el lenguaje. Benjamin pensaba que somos traductores. Y así como el traductor enriquece el lenguaje al que traduce usando el lenguaje del texto traducido, los seres humanos traducimos el lenguaje que la naturaleza (o la divinidad) comunica en sus múltiples formas para darnos cuenta de lo que nos rodea. El lenguaje se expresa a través de nosotros y de lo que nos rodea y no al revés.

 

Esta obsesión por el lenguaje que se dio en los años veinte no era solo una diversión teórica. Detrás de eso se hallaban preocupaciones sobre si existían “verdades morales”; si la “muerte de Dios”, como lo proclamó Nietzsche, dejó al ser humano ávido de buscar consolaciones en proyectos totalitarios; si debíamos echar hacia la pluralidad de formas culturales o buscar la autenticidad del individuo y darle rienda suelta a quienes potencializan sus capacidades. Los magos buscaban un nuevo esquema para orientar la vida colectiva e individual en una época que hizo de la radio y las aerolíneas una nueva forma de franquear las distancias espacio temporales y alejar, quizás, la pregunta por quiénes somos y a dónde vamos. El libro de Eilenberger es una lectura recomendada en esta época marcada por el resurgimiento de proyectos totalitarios, la expansión de las comunicaciones y la contracción de las distancias, para repensar preguntas que hemos olvidado.

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