La crisis humanitaria de Venezuela
Juan Manuel Camargo G.
Lamentablemente, no hay necesidad de buscar crisis humanitarias en otros continentes cuando hay una que ocurre, literalmente, en la puerta del lado, desde hace décadas.
La de Venezuela es una crisis humanitaria oficialmente declarada. Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados, calcula que “Más de 7,7 millones de personas han salido de Venezuela buscando protección y una vida mejor; la mayoría –más de 6,5 millones de personas– ha sido acogida por países de América Latina y el Caribe” (acnur.org). Según el Banco Mundial, la población venezolana era de 24,4 millones en el año 2000, alcanzó un pico de 30,7 millones en el 2016 y descendió a 28,3 millones en el 2022.
El causante de la crisis, no hay que darle vueltas, es el régimen de Maduro. Es uno de los regímenes (en el mundo hay varios) a los que, con tal de mantenerse en el poder, no les importa llevarse por delante a sus ciudadanos. El rechazo de los otros países –explicable y bien intencionado– se ha manifestado en sanciones económicas que no han hecho más que agravar los males. Como escribí hace casi dos años, a raíz de la invasión rusa a Ucrania, las sanciones económicas no tumban gobiernos y sí perjudican a los pueblos. Yo preferiría que, en lugar de ellas, la comunidad internacional condenara a esos regímenes a un ostracismo unánime. No para tumbarlos, sino para negarles validez y legitimidad. Encuentro reprochable que tantos gobiernos hayan no solo acogido, sino rendido pleitesía a Maduro y a sus funcionarios.
Con todo, el pueblo venezolano se ha comportado de una forma admirable. La mala fama que a veces rodea a sus emigrantes es injusta con tantos venezolanos que han tenido que tomar la difícil decisión de dejar su tierra y que enfrentan todos los días enormes desafíos; esos desafíos que ya son difíciles en el país de uno y mucho más si uno es un refugiado. Los venezolanos han migrado para sobrevivir y para mantener a sus familias y seres queridos. Es un sacrificio muy meritorio.
El punto es que a las personas no se les debería poner en encrucijadas tan horribles. Y, cuando el causante es un gobierno –que se supone debe procurar el mejor interés de sus nacionales–, la responsabilidad moral es infinita. No sé por qué nunca se habla de los gobernantes en términos de bondad y maldad. Regímenes como el de Venezuela me parecen, sencillamente, malvados. Y los que participan en esos gobiernos son personas malvadas, así se limiten a cumplir con su deber, porque, como también lo escribí en una columna pasada, los burócratas eficientes se vuelven agentes de procesos espantosos.
Ahora escucho a menudo que la situación en Venezuela está mejor. Pero que se hayan logrado adaptar a medias después de tanto tiempo no es un logro. El costo ha sido exagerado y muy penoso. Venezuela ha perdido vidas, población, riqueza y décadas de crecimiento.
El gran problema de nuestro tiempo no es que tengamos doble moral. ¡Ojalá solo tuviéramos dos estándares morales! En la vida real tenemos decenas, cientos. Tenemos un estándar moral para cada situación y cada problema. Y, como dijo el filósofo cristiano Peter Kreeft, “El relativismo moral tiene fama de ser compasivo, solidario y humano, pero es una filosofía extremadamente útil para los tiranos”.
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