Doxa y Logos
Arte, juicio y moral
Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah
Hace unos días estaba alistándome para ver Manhattan, una película de Woody Allen para discutirla en el “El Derecho por fuera del derecho”, el podcast sobre Derecho y humanidades que codirijo con el profesor de la Universidad de los Andes Jorge González Jácome. Antes de grabar, tuvimos discusiones sobre si valía la pena traer al podcast una película de un director que ha sido denunciado de acoso sexual por la hija de su exesposa, la actriz Mia Farrow, y que se terminó casando con su hijastra (la otra hija adoptiva de Farrow). La lista de artistas que han recibido serias acusaciones de abuso o cuyo carácter o posiciones morales son extremadamente problemáticas es extensa: Polanski, Caravaggio, Heidegger, Miles Davis y Woody Allen, por mencionar pocos.
Una formulación del problema es ¿qué hacemos con el arte de los artistas moralmente reprochables, condenables o monstruosos? Otra más cotidiana: ¿veo o no la película? Una respuesta tranquilizante y solapada es la que sostuvo Javier Bardem respecto de Allen en el festival Lumière hace un par de años, cuando le preguntaron si volvería a trabajar con Woody Allen, dijo: “Si la situación legal cambia, yo cambio mi mente (…) [entretanto,] si Woody Allen me llama a trabajar con él otra vez, estaré a primera hora, es un genio”. Digo que es tranquilizante, porque el Derecho, aunque a veces nos trae problemas fascinantes, en otras oportunidades nos absuelve de hacer la tarea. Veo la película hasta que “el derecho” me diga que Woody Allen es legalmente un “monstruo” moral.
Pero lo más problemático no es él, sino que nuestra conciencia jurídica latinoamericana tiene una buena dosis de positivismo jurídico y, en especial, del presupuesto que la moral y el Derecho son ámbitos diferenciados. Una norma jurídica puede ser injusta, según esta concepción, pero sigue siendo una norma jurídica. Sin embargo, respuestas como la de Bardem indican algo distinto: el Derecho también hará juicios morales por nosotros. ¿Por qué? Simplemente porque el Derecho lo dijo. Ahí sí la distinción entre el Derecho y la moral nos importa poco. El Derecho resuelve, en ocasiones, nos hace la tarea.
Uno se puede resistir y hacerse la pregunta nuevamente. Acudir al argumento de que el artista es inocente hasta que se demuestre lo contrario no parece ser suficiente. Yo aún puedo hacer un juicio moral especialmente si adopto la visión de que el Derecho y la moral son distintos. Pero también puedo tener la duda existencial: ¿quién soy yo para juzgar (incluso moralmente)? Yo no tengo las pruebas, estoy alejado de los hechos, no he escuchado los testimonios. Aunque eso no siempre es cierto. En algunos casos, a veces, se reduce a un testimonio que dice que sí y otro que dice que no. Es posible, por ejemplo, leer las acusaciones de Ronan Farrow o la defensa de Woody Allen. Y asumamos que decidimos hacer el juicio, especialmente, de cara a nuestra pregunta cotidiana y filosófica: ¿veo o no la película? Ahí se nos revela otra cara del problema.
“El arte no debe estar subordinado a la moral”, pensamos. “El autor ha muerto metafóricamente hablando, como lo ha señalado Barthes, Derrida y otros”. “El significado de la obra no reside en el artista, sino en el encuentro con su audiencia y la interpretación que esta haga de ella”. Recordamos argumentos del tipo “la obra tiene un aura y autonomía que el artista y sus acciones no la afectan” o “privarnos de la obra es privarnos a nosotros y a los otros del placer paradójico y del dolor gozoso del arte”. Todos estos y otros serán los argumentos que posiblemente alguien nos hará notar cuando les compartamos el dilema. ¿Y cómo responde uno?
Hace poco leí un texto de Claire Dederer en el Paris Review en el que encontré otras razones novedosas. El arte también es sobre los sentimientos, dice ella. Si la experiencia estética está condicionada por la información que tenemos del carácter o los actos absolutamente inaceptables, esos sentimientos colorearán nuestro encuentro con la obra de arte y se mezclarán con otros, como la rabia o la decepción. La experiencia estética se vuelve turbia. Pero el caso es más complejo cuando la obra reflexiona activamente sobre el sentido de la vida o sobre cómo vivir una vida buena, como Manhattan. Es como escucharle un sermón a una persona que no hace ejercicio en el que trata de persuadirlo a uno a que se inscriba a un gimnasio. ¿Para qué escucharlo?
Ahora asumamos que el Derecho decide y lo condena. Bardem deja de trabajar con Allen y digamos que yo ya tengo una justificación para no ver la película. Pero la duda sigue. ¿Acaso el juez con su sentencia está condenando la obra? Si fuera así estaría fallando más allá de lo que tenía que decidir o, por lo menos, su sentencia tendría efectos que desbordan lo que la jueza anticipó. Parece aquí que las decisiones judiciales se parecen a las obras de arte. Ambas exceden las intenciones de sus creadores, ambas producen efectos en el mundo por fuera de lo que anticiparon sus artífices. ¿Pongo o no la película? ¿Seguimos creyendo que el significado de la sentencia es lo que dice y no lo que hace?
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