Desorientaciones
Nicolás Parra Herrera
@nicolasparrah
Hace unos días, leí La soberanía del bien sobre otros conceptos de una de las filósofas morales más emblemáticas de la segunda mitad del siglo XX en Inglaterra y quizás una de las menos consultadas en nuestros días. Me refiero a la filósofa y novelista Iris Murdoch. Una filósofa que sacudió la cultura de la filosofía analítica de Oxford para retomar preguntas que en la cotidianidad nos hacemos y que la filosofía había descuidado.
Recientemente, se publicó el libro Metaphysical Animals (Animales metafísicos) de Clare Mac Cumhaill y Rachae Wiseman, en donde se rastrea la biografía y la historia intelectual de filósofas en la academia británica durante la posguerra, como Murdoch, Philippa Foot, Elizabeth Anscombe, y Mary Midgley, quienes trajeron la filosofía de vuelta a la vida en un contexto en el que predominaba la cirugía conceptual y en el que se creía que buena parte de los problemas filosóficos habían sido causados por una inatención a la forma como empleamos el lenguaje y nos comunicamos con otros. Mac Cumhaill y Wiseman aciertan que estas pensadoras veían la filosofía como una conversación de siglos cuya tarea es encontrar nuestro lugar y orientarnos en una realidad que nos trasciende.
En el artículo que leí, Murdoch se pregunta “Cómo podemos volvernos mejores?” Es posible que esta pregunta la podamos encontrar en un libro de autoayuda, en una pancarta publicitaria de un gimnasio, en terapias motivacionales o sermones religiosos. Pero las preguntas dependen del contexto en el que se hacen. En la posguerra, esta pregunta es un acto de resistencia. La pregunta se aparta de una larga tradición filosófica en donde la ética es concebida como una búsqueda de criterios o reglas para actuar correctamente, de acuerdo con las motivaciones adecuadas, o simplemente para hacer el mundo mejor maximizando los beneficios que, a nuestro juicio, nos ayudan a ser felices. Para Murdoch, la pregunta es una apertura para iniciar un proceso de despojo del yo, de renunciar a ser el criterio de lo que es bueno o malo, y de pensar la ética no a través de reglas, criterios o instituciones, sino a través del arte, de la filosofía, de la apreciación de la naturaleza, de los teoremas matemáticos, o del aprendizaje de un lenguaje nuevo. En todos estos encuentros, nos introducirnos en un espacio de desorientación en el que tenemos que renunciar a nuestra perspectiva para interactuar con esos “otros” que llegan a nuestro encuentro. Despojarnos de nosotros para ver lo que aparece en la obra de arte, para aprender otra forma de nombrar el mundo y para admirar la arquitectura intelectual que nos desborda es parte de lo ético. Hay que callarnos para dejar hablar al mundo.
Para Murdoch, la pregunta de cómo podemos hacernos mejores es un primer paso para pensar el concepto malgastado y poroso que llamamos “bien”, pero también es una invitación para desorientarnos, perder nuestro yo, y ganar en el proceso el reconocimiento de que lo valioso nos trasciende y que nuestras vidas sumergidas en el azar y la insignificancia pueden enseñarnos a mirar más al mundo y a mirarnos menos.
Recuperar a Murdoch y a otras filósofas de esa época es reorientar la ética en un mundo cada vez más colapsado pese a estar amarrado por un conglomerado de reglas, instituciones y valores éticos que parecen insuficientes para desincentivar actos de violencia. Los seres humanos hemos olvidado que la ética también puede ser una invitación a desorientarnos. Claro, hay dos formas de desorientarnos: aquellas que invitamos y aquellas que nos golpean en nuestra puerta sin previo aviso. Las desorientaciones invitadas son encuentros con “otros” en el que la ficción, la distancia, o el consentimiento nos permiten reflexionar sobre cómo hemos orientado nuestras vidas. Aquí están las obras de arte o la filosofía, por ejemplo, que les abrimos un espacio en nuestras vidas. Las desorientaciones no invitadas son encuentros con “otros” que nos sacuden nuestra vida profundamente, sin distancia, sin aviso y, por lo general, con mucho sufrimiento. Las pérdidas de seres queridos, los diagnósticos de enfermedades graves o terminales, las catástrofes naturales y los actos de guerra son de este tipo. Quizás sea posible aprender algo de las desorientaciones invitadas para cuando la no invitadas ahoguen nuestra existencia por periodos prolongados.
En este mundo dislocado retomar la pregunta por cómo hacernos mejores a la luz de las experiencias de desorientación, tanto invitadas como no invitadas, puede conducir a otros caminos para estar receptivos a la desorientación de otros; a desarrollar nuevos hábitos para conectarnos con los demás y reorganizarnos individual y colectivamente, y a vivir sabiendo que no hay preparación para vivir en la desorientación no invitada. Y si la hay, es a través de esos espacios que nos ayudan a olvidarnos del yo. Todos tenemos un boleto al barco de la desorientación no invitada. La ética, al menos como la entiende Murdoch, en el mejor de los casos nos da algunas herramientas para volvernos mejores en el sentido de prepararnos a vivir sin preparación para los retos que afrontamos. En el peor de los casos, nos hace más sensibles a las desorientaciones ajenas, a la vulnerabilidad de otros y a la idea, como lo sugirió la filósofa Ami Harbin, que en ese barco de la desorientación no estamos solos. Estamos todos juntos en ello.
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