Pido la palabra
Alejandro F. Sánchez C.
Abogado penalista. Doctor en Derecho
Twitter: @alfesac
Pido la palabra, pero no esa palabra escrita que no se sabe quién la escribió. Pido la palabra al aire, la que se alimenta de fuego y sangre, de hambre y sed, de pasión y dolor. Esa que no se repite, que nace para luego cabalgar solitaria. Pido la palabra debería ser el himno del sistema acusatorio oral.
Un cambio histórico que superó épocas en las que el ser humano era solo un nombre, un número, para convertirse en hombre o mujer con defectos, virtudes, pasiones y, sobre todo, con voz. Pido la palabra es conocer la cara del que juzga y del juzgado, del defensor y la víctima; dejar al lado libretos y citas sin alma, para ver la carne que alimenta la palabra.
En el pasado, dos o tres despachos de Bogotá controlaban el litigio nacional. Un grupo reducido de ilustres firmaba escritos que luego engrosaban abultados expedientes desde el Caribe hasta el Galeras. También las decisiones tenían firma, no cuerpo. En el nuevo sistema, ver a quien emite la palabra mientras lo hace, luego de escuchar la de los otros, que también tienen cuerpo, es importante.
La palabra en su versión oral para el sistema acusatorio reivindica esa América mestiza que no se conforma con gramática y texto; ese lado de mística y poesía, con todo eso que significa ser humano, ser persona, ser el otro, donde los procesados son más complejos que un nombre y al que no le bastan los conceptos depurados y asépticos. Por ello, el sistema no solo debe conformarse con ratones de biblioteca, encerrados en mundos conceptuales unidimensionales. Debe buscar la medida precisa para que, siendo profesionales idóneos, sean, sobre todo, buenos seres humanos con la capacidad de dialogar con el otro, desde su complejidad y realidad.
Reducir la palabra a lo escrito ha sido un rezago de nuestro pasado histórico de autoridad vertical y antidialógica. Como lo dijo William Ospina en el último encuentro de la jurisdicción ordinaria: “Tengo la sospecha que entre nosotros el título de propiedad se llama la ‘escritura’, porque los que tenían la escritura utilizaron esa herramienta para despojar de sus tierras a los que no tenían la escritura y ese conflicto profundo entre la oralidad y la escritura marcó de mil maneras la terrible injusticia que cometió en nuestros países la autoridad que siempre llegaba de afuera frente al delito que era todo lo que existía previamente aquí, porque todo el que se atrevía a decir ‘esta tierra es mía’ era un delincuente que se estaba alzando contra los jueces, que se estaba alzando contra la ley”.
En nuestro sistema penal, aún lo escrito pesa y, pero aún, se acrecienta. Asuntos que no se resuelven en el espacio oral, sino en la frialdad y distancia de lo escrito: nulidades, recusaciones, peticiones probatorias o recursos han perdido el calor de la oralidad. No solo se afecta la forma, también el tiempo –congestión–.
Los preacuerdos, ahí donde más debía primar la oralidad como método de “solución del conflicto”, terminaron convertidos en un enmarañado sistema de sumas y restas, protocolos y cronómetros. Solo una muestra: la cantidad considerable de acuerdos donde el fiscal nunca cruza palabra con el procesado. Nada más humano que negociar y, si existen dudas, una película ayuda: Cuánto vale la vida (Netflix).
El verdadero acuerdo, aquel que no solo sirve para “salir” de casos, debería ser un encuentro de cosmovisiones, no para aceptar la posición del procesado, sino para entender su subjetividad y realidad –también la de las víctimas– y encontrar así una fórmula de negociación que no reduzca todo a la aplicación de la ley, y sea un intento serio por reconstruir el tejido social afectado.
Hay que reivindicar el valor de la palabra y la oralidad. No solo como instrumento de agilidad procesal, sino como oportunidad para hacernos más humanos. Todos debemos aportar. En la era virtual, donde la información es inmediata, cuando alguien, llámese defensor, fiscal o víctima rompe su palabra, la sociedad se entera y la desconfianza cunde. Pido la palabra como himno del sistema acusatorio, uno de los escudos de la democracia.
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