28 de Noviembre de 2024 /
Actualizado hace 2 minutos | ISSN: 2805-6396

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Opinión / Columnista Online

El papel de las aplicaciones y de los actores de la economía colaborativa

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Fernando Andrés Pico Zúñiga.

Abogado y profesor de la Pontificia Universidad Javeriana.

Magíster en Derecho de la Empresa y de los negocios de la Universidad de Barcelona.

 

Hablemos claro. Si por economía colaborativa (EC) entendemos una novedosa modalidad de intercambio de bienes y servicios en la que mediante canales digitales se entablan relaciones de carácter horizontal —igualitarias—, primando el uso y goce de esos productos y no su propiedad, no todas las plataformas tecnológicas actuales que conectan a dos o más personas desconocidas entre sí, para la prestación de un servicio o el uso compartido de una cosa deben ser catalogadas como parte del engranaje económico colaborativo.

 

En un mercado impregnado de inseguridades y vínculos de marcado orden vertical, la verdadera EC erige tres valores escasos y, en consecuencia, de amplia demanda: igualdad, confianza y solidaridad entre los usuarios oferentes y usuarios receptores que se conectan por intermedio de la plataforma. No solo ello, realiza la función social de la propiedad, para nada ignorada en nuestro ámbito, pero sí poco desarrollada en el campo de las relaciones jurídico-privadas. Las cosas no son de quien es o dice ser su dueño, sino de quien las necesita y quien, siendo titular, está dispuesto a ponerlas a disposición de otros.

 

Sin perjuicio de los diferentes análisis que puedan hacerse, es dable entonces encontrar que, en general, en la EC pura participan tres grandes actores: primero, el usuario oferente; segundo, la plataforma tecnológica, y; tercero, el usuario beneficiario. En ese orden, el canal virtual tiene el simple y llano propósito de enlazar, sin ningún tipo de interés más allá del solidario, a los denominados cibernautas: proponente y demandante.

 

Es más, a ello precisamente alude nuestro Estatuto del Consumidor en su artículo 53, mediante la figura del portal de contacto. Con base en esa regla, el citado portal se encarga de disponer una plataforma electrónica a través de la cual las personas ofrecen y demandan productos. De este modo, la única obligación del portal reside en llevar un registro pormenorizado de los denominados usuarios oferentes, en donde conste la información que permita identificarlos a fin de salvaguardar los intereses de los consumidores.

 

Más allá de las observaciones, críticas o inquietudes que pueda generar el artículo 53 citado, no cabe duda de que se trata de la consagración normativa de las entidades que conforman la auténtica EC; es decir, de aquellas plataformas tecnológicas cuyo principal propósito es, sin mediar interés económico, enlazar a dos o más personas para la celebración de negocios jurídicos, principalmente de carácter cooperativo.

 

Por ello, vuelvo al inicio, puede afirmarse con total claridad que no todas las aplicaciones, páginas web, plataformas electrónicas y/o digitales, aunque conecten a sujetos para entablar vínculos negociales o preliminarmente tildados como “solidarios”, deben ser calificadas como sinceras instituciones de la EC o portales de contacto en los términos de la ley. En esencia porque varias de esas plataformas tienen o un interés lucrativo directo, cobrando servicios para asegurar a sus usuarios relaciones jurídicas y comerciales fiables, seguras e igualitarias —el cobro de la colaboración—, o un interés lucrativo indirecto, mediante el recaudo, no monetario, pero sí monetizable de datos o de emisión de publicidad, por mencionar tal vez los más comunes.

 

En esos eventos, el papel de la plataforma tecnológica —aplicaciones, páginas web, etc.— no es neutral, sino comercial. Es un intermediario con ánimo de lucro. No está mal, no debe ser reprochable y no hay que satanizarlo, solo que es imperioso llamarlo por su nombre: comerciante, proveedor o productor, según el caso.

 

Tanto así que en este esquema se suman a los conocidos usuarios y a la plataforma tecnológica las entidades financieras y/o las pasarelas de pagos, así como figuras jurídicas como el mandato, con o sin representación, que revelan ese carácter útil e intermediador que reside en algunas tribunas electrónicas. 

 

Por esa razón es que algunos autores, entre esos el profesor canadiense Tom Slee, en su libro What's Yours is Mine: Against the Sharing Economy, increpan el concepto EC, pues entienden que colaborar es una interacción social desprovista de todo provecho comercial.    

 

Son entonces valiosos los ejercicios, como los desplegados por la Dirección de Investigaciones de Protección al Consumidor de la Superindustria mediante las resoluciones del caso Rappi, que develen cuál es el verdadero rol que en el mercado juegan, en cada situación, las aplicaciones y, en general, las plataformas tecnológicas; que nos revelen si son proveedores de colaboración.

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