La verdad de las mentiras sobre lo que no es el populismo (I)
Joaquín Leonardo Casas Ortiz
Abogado de la Universidad de Medellín
Doctorando en Estudios Políticos de la Universidad Externado de Colombia
En sociedades con altos niveles de polarización ideológica, plagadas de caudillismo, de cesarismo democrático y sistemática tentación autoritaria como, sin duda, lo han sido las latinoamericanas, y Colombia no es precisamente la excepción, es un lugar común que, en tiempos de elecciones regionales o nacionales, los partidos políticos en disputa por las prerrogativas del poder político y todo lo que ello comporta se acusen mutuamente de prácticas y discursos que tienden un manto de duda sobre sus virtudes éticas y legalidad de sus acciones.
En esa narrativa de mutuas acusaciones, muy relevante resulta una en particular: la que alude al populismo, y lo es en tanto se ha vuelto un lugar común asociar al populismo una connotación peyorativa y, por tanto, negativa, con lo cual el receptor de la acusación de populista, per se, es descalificado y visto como el enemigo de los principios y/o valores sobre los cuales se dice descansa la democracia liberal clásica occidental.
Sucede que esa forma de construir al enemigo es una historia mal contada, por lo que, desde una perspectiva académica, es imperativo ofrecer elementos de juicio que de alguna manera posibiliten, en la actual coyuntura política, una correcta y actual comprensión del populismo, tanto desde su perspectiva teórica como empírica y minimizar su promiscuo uso, vulgarización y vaciamiento de contenido. Para ello, conviene, al menos en esta primera entrega, describir lo que no es el populismo, para luego, muy brevemente, dar paso al análisis sobre tal expresión desde algunas de sus diversas escuelas, definiciones –populismos inclusivos o excluyentes, de izquierda o de derecha, populismos a secas o populismos atemperados– y enfoques metodológicos.
Dice Robert Fraser que toda acción basada en conjeturas es, por tanto, un acto de fe. Algo parecido sucede cuando, en una inaceptable vulgarización y sin ningún rigor conceptual, se utiliza la expresión populismo como un insulto y estrategia para atacar y descalificar al contradictor político o ideológico –casi siempre visto como el enemigo– y, con ello, seducir al potencial electorado bajo la lógica schmitiana amigo-enemigo, todo lo cual contribuye a enfatizar el uso negativo, peyorativo y superficial que generalmente se asigna al populismo y que lleva, por ejemplo, a que en algún momento se le considerara uno de los tres o cuatro peligros más importantes que enfrenta el mundo.
Entonces, ¿qué no es el populismo? (i) No necesariamente ni en todas las circunstancias constituye un ataque a la democracia liberal moderna; (ii) no se puede asimilar a los diversos “ismos” de los siglos XIX y XX –fascismos, comunismos, nacionalismos, fundamentalismos religiosos-, ni es posible compararlo con ellos estableciendo cuáles de sus características comprende y cuáles excluye-; (iii) no son sinónimos populismo y demagogia, ya que aquel “no se reduce a una manera de correr al encuentro de los deseos presentes del pueblo, de prometerle el objeto de sus envidias”; (iv) no es una anomalía política, un “hecho maldito” o una “experiencia fallida”; (v) el populismo ya no es exclusivamente una injuria; la etiqueta puede adoptar un carácter positivo. Ya no es necesariamente percibido como el revés demagógico de la democracia; en adelante, puede presentarse como una forma de renovación democrática, incluso dentro de la izquierda; (vi) antes que ser examinado como un problema, el populismo debe ser entendido como una forma de respuesta a los conflictos contemporáneos.
Entonces, la actual coyuntura electoral en el país vuelve a poner en escena la narrativa de construcción del enemigo y, para algunos candidatos, el recurso al populismo es el “arma” discursiva para atacar y, a la vez, comprar el favor del electorado. El caso es que se trasmite una falsa idea de populismo que no se corresponde con los actuales enfoques y desarrollos teóricos del populismo, olvidando que este, entendido como un imaginario que con diversas formas e intensidad suele afectar a los múltiples actores de una sociedad determinada en periodos históricos particulares, si bien no es ajeno al contexto colombiano, su utilización como arma discursiva de ataque político ya no puede hacerse a la vieja usanza, esto es, como expresión de una ideología de izquierda y sinónimo de destrucción de la democracia liberal.
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