Grados, másters, posgrados, tesis… ¿algo más?
Jordi Nieva Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal
Universitat de Barcelona
Hubo un tiempo, no tan lejano, en que bastaba obtener un grado universitario para poder ser un “triunfador”. Poquísimas personas sabían leer y escribir correctamente en esa sociedad terriblemente discriminadora y solo unos pocos podían completar los estudios básicos que daban acceso a la universidad. Los que conseguían acabar su carrera eran los reyes de la sociedad, un poco por eso de que en el país de los ciegos un tuerto es rey. No eran grandes profesionales, aunque alguno despuntaba indudablemente, pero, sin variación, todos tenían una buena vida simplemente por haber estudiado. El grado de Derecho era de los más codiciados.
Pasó el tiempo y tan bien fue el negocio que no solamente vinieron muchos más a estudiar, lo que era bueno, sino que se crearon por lo público y por lo privado muchas más universidades, tratando de explotar el éxito de las primeras. Acogieron a muchos más alumnos que las antiguas, pero ante la necesidad imperiosa de obtener el dinero de las matrículas para financiarse, empezaron a competir entre ellas, no exactamente por la calidad de los estudios, sino por la vistosidad de las instalaciones y, sobre todo, por la facilidad de obtener un título a cambio de dinero. En algunas costaba más y en otras menos, pero llegó un momento en que obtener un grado de Derecho ya no era cuestión de esfuerzo, sino de dinero y tiempo. Calentar la silla, o ni siquiera eso, le dio a cualquiera que tuviera esos dos elementos –dinero sobre todo y tiempo– una línea en su curriculum que con el transcurso de los años se demostró que, a diferencia de antaño, ya no significaba casi nada.
Y así llegó la extensión del negocio al posgrado, anteriormente centrado exclusivamente en los prestigiosos estudios de doctorado, reservados en un principio, como la etimología de la palabra “doctor” indica, a obtener la venia docendi, es decir, a ser profesor. Sin embargo, al tener ya todo el mundo el grado, hacía falta destacarse por algún estudio más. Y así nacieron los másters y los diversos posgrados, enfocados tantísimos de ellos a regalar un título –uno más– a cambio de más dinero, mucho más dinero, y en los que es casi imposible no superar los estudios a menos que el alumno pida a gritos el suspenso, y a veces ni así.
No se aprendía mucho con esos posgrados, puesto que el profesorado tampoco andaba demasiado motivado y muchas veces ni siquiera era competente para dictar la materia. Es lo que tiene que los únicos méritos para ser docente en el posgrado sean haber trabado amistad con el director del mismo y no tener excesivas ganas de trabajar. Se acude a las clases, se hace hablar a los alumnos de manera que los que den la clase sean ellos y no el profesor, y así se va pasando el tiempo, con amplios descansos-café(s), haciendo que los estudiantes se escuchen a sí mismos en una tertulia.
Pero nos quedaban las tesis doctorales, es decir, el antiguo doctorado. Sin embargo, hasta a ese otrora título culminante le hicieron perder su prestigio, incluso en muchas de las universidades más conocidas. Empezaron a proliferar profesores que ofrecían sus servicios como directores de cualquier panfleto que por su grosor se pareciera a una tesis, no así por su contenido, y así empezaron a formar tribunales de amigos que, por deferencia al director, no solo le aprobarían la tesis al aspirante a doctor, sino que le concederían por unanimidad el cum laude, la máxima calificación.
Además, llamar al profesor amigo al tribunal era una buena excusa para hacerle viajar y echar unas risas y comer unas viandas a costa de los presupuestos universitarios y del neodoctor. Ocurrió en muchas universidades, incluso algunas muy prestigiosas en el presente, que banalizaron los títulos de doctor hasta el punto de que actualmente algunos “directores” cuentan con decenas de tesis dirigidas y calificadas con los máximos honores, tesis que no merecerían estar en las estanterías de una biblioteca mínimamente seria.
Con ello, ser doctor pasó a no significar absolutamente nada, lo que perjudicó sobremanera a aquellos que muy esforzadamente hicieron una excelente tesis, con el problema de que nada les distinguía de los pícaros a los que les habían regalado el título. Tener másters o posgrados varios pasó a ser imprescindible, no para obtener una formación que podía conseguirse perfectamente –y con mucha mayor eficacia– leyendo libros especializados en una biblioteca, sino simplemente para poder competir en el mercado laboral con los demás aspirantes a un puesto de trabajo, que llevaban las alforjas llenas de alguna de esas titulaciones prefabricadas, no pocas con creativos títulos de lo más grotesco. Y de esa manera, igual que había sucedido con las tesis, ya fue muy difícil distinguir a priori buenos de malos posgrados. Sobre todos ellos había buena y mala prensa por parte de aquellos que los habían cursado. Dificilísimo escoger.
A lo largo y ancho del mundo ha habido ya varios casos escandalosos de másters regalados, incluso sin cursar asignatura alguna, o de tesis confeccionadas en cuatro fines de semana con el milagroso “corta y pega” que merecieron la bendición de ilustres profesores, y que incluso han provocado la dimisión de cargos públicos en algunos países al destaparse el plagio. O de universidades ficticias que conceden títulos aún más falsarios. O de universidades prestigiosas cuyos docentes se cansaron primero de estudiar, luego de dar clase y, finalmente, de evaluar, enviando a la sociedad a seudoprofesionales que después maltratan y engañan a sus clientes, provocando un increíble daño sistémico.
El mal está tan extendido que no se puede hablar de un país u otro, ni de algo que pueda ser resuelto con un cambio de mentalidad y algo más de ética. Hacen falta decisiones muy valientes desde el poder público que sin duda generarán conflictividad, pero que serán en beneficio de la sociedad. Cualquier gobernante puede pensar aquello de que “después de mí el diluvio”, pero si desea que el país por el que transiten sus hijos y nietos sea algo habitable deberá garantizar que existan buenos profesionales. Y para ello es esencial que el Alma Mater tenga indiscutible calidad.
La universidad es el primer eslabón de la cadena del conocimiento. Si falla ese escalón, falla toda la estructura educativa de un país, que se llena de malos profesionales que inundan el territorio de ineptos maestros, trapaceros policías, médicos matasanos, ingenieros de quimeras, etc… y que cuando acceden a la política se convierten, cómo no, en gobernantes corruptos. ¿Qué otra cosa van a ser si un día sustituyeron el saber por la picaresca?
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