El Derecho al revés
David Torres Melgarejo
Abogado, magíster en Derecho Penal
Litigante y profesor universitario
En mi experiencia académica, como estudiante y como profesor, he tenido la oportunidad de conocer algunos planes de estudio de Derecho, en donde la oferta relativa al derecho penal sobrepasa los tres espacios académicos básicos, derecho penal general, derecho penal procesal y derecho penal especial. Lo anterior, acorde con la romántica idea de convertir a los estudiantes en abogados de película que siempre pugna por la libertad de alguna persona indefensa ante los estrados de jueces severos y peliculescos.
Tal vez esta idea se deriva de la falsa percepción que hay frente a los sujetos que estudian Derecho y a los sujetos a los cuales se les aplica el Derecho, lo cual significa una concepción romántica frente a la aplicación, interpretación y creación de la norma jurídica. Situación que implica una importante, pero también peligrosa escisión entre la enseñanza del Derecho y la práctica del mismo; la “idealización del Derecho como escenario emancipador y como herramienta para conseguir la justicia”, escenarios que me permito poner entre comillas, ha propiciado una ruptura evidente entre los conceptos y las ideas que se enseñan en las escuelas de Derecho y las lides que tanto operadores jurídicos y judiciales así como servidores públicos ejecutan en su quehacer diario.
Este sujeto al que se refieren tanto los tratados dogmáticos y doctrinales, así como la normativa, que, para el caso que nos ocupa, del derecho penal, erige a un sujeto, brillante, calculador, al mejor estilo de las novelas de Arthur Conan Doyle, escapa de los límites al menos del contexto latinoamericano, ya que los presupuestos legales, tanto sustanciales como procedimentales al parecer están constituidos para ser aplicados a una serie de casos que surgen de la más íntima y excelsa maquinación e ideación intelectual, con una consecuencia en un mundo ideal en donde las expectativas consagradas en los presupuestos normativos se cumplen de manera integral.
En mi desempeño como profesor de derecho penal, intento llevar a mis estudiantes por el camino del saber penal y de la cuestión criminal a través de los grandes hitos históricos como lo son las principales escuelas del pensamiento penal, indicándoles no solamente su relevancia histórica, sino también el avance epistemológico y dogmático que, gracias a factores sociales, políticos, culturales y económicos, han ido mutando y acoplándose a los requerimientos particulares de las sociedades en donde se crean y en donde se deben aplicar.
Por lo anterior, en varias oportunidades, alumnos y algunos profesores conocidos nos hemos cuestionado acerca de la distancia que hay entre los saberes adquiridos y otorgados en la universidad con la práctica del Derecho en lo que creo, de manera errónea, se esboza como el sector real. Hace unos días, en mi rol ahora como defensor de causas penales, me he visto enfrentado a varias situaciones que han llamado mi atención, sea por el exceso de ritualismo dentro de una audiencia de juicio oral, que bien sería castigado por algunos de nuestros profesores de técnicas de juicio oral, por algún desatino frente a los conceptos que con tanto celo reescribimos día a día en las aulas de clase, por la dificultad de conexión en una sociedad que no puede desconectarse o simplemente porque la técnica termina sobrepasando a la teoría en cuanto a resolución de conflictos se refiere.
Esto lo menciono, no con el ánimo de hacer una crítica a nuestro sistema judicial ni mucho menos a nuestros servidores judiciales, sino, por el contrario, para dar una lección de Derecho, en términos que no son jurídicos, el juez, fiscal, defensores, representantes de víctima, representantes del Ministerio Público y, en general, todos los intervinientes y participantes dentro de las vistas penales, guardan, hasta cierto punto una adoración a la liturgia que carga el proceso penal olvidando o incluso desconociendo la finalidad o el objeto de la aplicación de una norma en un caso particular.
Por lo que conviene preguntarse ¿en qué momento se pierde de vista la requisición real de la sociedad a valores como la paz, la dignidad humana, la libertad y la seguridad? Nociones que terminan afincadas en el parafraseó incesante de artículos, numerales, incisos y parágrafos, que, aunque hacen parte importantísima de nuestra tradición jurídica, se alejan de nuestra realidad como continente y como país. También vale la pena preguntarse, ¿a partir de qué semestre, o a partir de cuántos años después de conseguido el título de jurista se pueden perder las nociones, de justicia, de libertad, de dignidad humana, de debido proceso y de otras muchas banderas? Aquellas que, como estudiantes y como jóvenes juristas juramos defender y aplicar con el objetivo de conseguir eso que en primer semestre, la mayoría de nosotros respondíamos con, quiero aportar algo a la sociedad, a la pregunta, ¿por qué quiere estudiar Derecho?, interrogantes menores que me surgían y me surgen ya sea en un estrado judicial o en un aula de clase.
No será necesario citar al profesor Mauricio García Villegas, ni a sus estudios relativos a la educación jurídica en Colombia, para diagnosticar lo sobrediagnosticado, así como tampoco velaré porque el profesor Calamandrei e incluso el profesor Grosso me señalen por la aplicación espuria de algún concepto de la teoría del Derecho; sumo y sigo preguntándome ¿si es acaso un problema que supera la creación del derecho sustantivo mismo y descansa en el regazo de la hermenéutica? o ¿si por el contrario, probablemente desdibujando lo que el maestro Zaffaroni ha indicado en varias de sus alocuciones, no hay un derecho adecuado a las necesidades de América Latina?
La conclusión a la que irremediablemente siempre llego excede las lindes de mi leal y real entender sobre el Derecho, por lo que tal vez el problema no se circunscriba a la idealización del criminal, a la idealización de la víctima, como conceptos propios de la cuestión criminal, podría tratarse más bien de una hipertrofia en los sistemas de prevención y solución de conflictos en los cuales, el Derecho no tiene cabida, no tiene coloca, no por el deseo egoísta de quienes confluimos en este vaivén social, sino más bien por ese carácter reactivo y directo que tiene nuestro ordenamiento jurídico. Con esto no quiero significar tampoco, ni caer en vaguedades abstractas como la ignominia, la laguna jurídica o la negación de un estado para poder salvaguardar nuestros más mínimos derechos como seres humanos, como seres sintientes, como sistemas complejos que albergan vida y que compartimos el planeta Tierra, sino que prefiero recalcar la relevancia de definir un propósito para nuestro Derecho, que no esté circundado por falacias argumentativas soportadas en tecnicismos que alejan ideas como justicia, verdad y reparación de los escenarios judiciales y administrativos.
Sin pretender volcarme o convertirme en un adalid de la enseñanza jurídica y del litigio penal, herramientas tan básicas, pero sólidas como la justicia, la eficacia y la validez han sido superadas por la técnica jurídica o como antes se referían a algunos de nosotros de manera peyorativa, por la leguleyada, insisto, no se trata de denostar sobre la profesión que honorablemente ejerzo, sino de una consideración que permite apuntar algunos requerimientos que tiene la sociedad frente a nosotros como juristas.
La exaltación del sujeto castigable, por un lado, en ese mundo de la universidad, de las bibliotecas y las aulas, frente al exceso de ritualidad en los juzgados lo único que deja es un abismo alarmante entre la enseñanza y la práctica y, claro, sobre una búsqueda nugatoria de la justicia, la equidad y la paz.
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